Diario inédito de un relator apócrifo

Las crónicas de Cádiz (Cap. XLV)

  • Resumen capítulo anterior: Diego visita junto al fraile el convento de San Telmo, donde una fila larga de vagabundos y pobres pedían el pan de solemnidad y la sopa económica hecha con restos de reses y arroz. En el refectorio, los administradores de la villa de Chiclana, españoles siervos del francés, sin ningún atisbo de patriotismo y decencia repartían los bienes de la gente.

Los días se hacen cortos ante el trabajo continuo que desempeño con los frailes de San Telmo, y doy gracias al cielo de que así sea. Muchos de los prisioneros que aquí se encontraban conmigo han sido llevados no sólo a las obras que se realizan en Fort Luis, peor aún que esto, han sido llevados lejos, hacia algunos países extranjeros, para luchar bajo bandera francesa.

Cuando amanece somos llevados a los abrevaderos de los caballos, donde podemos lavarnos mínimamente y tras un poco de pan duro y menestra, conducidos desde el barracón hasta el hospital donde nos esperan los que de uno o de otro modo nos necesitan, bien ayudando a cuidar a los enfermos, bien a cargo de los animales, en la cocina, o, como yo mismo, acompañando al fraile en sus tareas diarias.

-Son tiempos muy duros, Diego, repetía constantemente fray Damián, y tenía razón al decirlo, la venganza y el miedo al que se veía sometido el pueblo hacía que continuamente fueran detenidos hombres acusados de atentar de uno o de otro modo contra el imperio francés. Eran detenidos en sus casas, llevados como animales cautivos hacia la prefectura de Jerez, a veces traicionados por sus propios vecinos que querían ganarse el favor de las autoridades galas en un intento de no perder poder. Aquí estaba este fraile que había preferido quedar inserto en este gobierno usurpador por el bien de la gente del pueblo y no marchar como otros municipales a las guerrillas. Debió ser una decisión difícil y valiente, ¡cuánto bien realiza a la gente que, como yo, necesita de sus servicios! Pienso en estos momentos en María y en la calma que le habrá llevado mi carta, en la cara de José cuando logró con Carmela escapar por el túnel secreto de Santa Ana, en sus atentos oídos tomando de boca de los mismos encargados de los repartimientos la información precisa para hacerles daño, para colaborar en su derrota.

Íbamos montados en el carro, despacio, de nuevo hacia la ermita donde el cuartel general estaba asentado. De nuevo desde la lontananza se percibía el olor a pólvora y a muerte y de nuevo las caras de aquellos hombres que comulgaban de mano de un fraile valiente que no temía a la muerte y que era respetado por todos.

Hoy su misión era otra en la casa palacio donde se encontraba el general Villate, y en la casa donde se encontraba el general Senarmont. Eran casas hermosas, revestidas de mármol blanco, con unas puertas macizas de madera y claveteadas de bronce dorado. No sabía muy bien cuál era su misión en estas viviendas y, sobre todo, qué pintaba yo dentro de aquellas residencias con mis ropas de preso. Estas residencias hermosas en las que se sirve a mesa y mantel a los enemigos estaban llenas de soldados franceses, que nos impidieron en un primer momento la entrada hasta que se les enseñó el salvoconducto. Fray Damián había sido llamado por las esposas de estos oficiales para confesar, y él, sumiso y dispuesto a favorecer cuanto pudiera a estos hombres, acudió de inmediato. Le gustaba introducirse en la boca del lobo, estaba atento a las conversaciones, a las miradas, a los actos que se producían en sus narices, de todo sacaba algún beneficio, de cualquier observación obtenía la posibilidad de un nuevo ataque subversivo a las huestes enemigas.

Me quedé junto al carro, esperando a que regresara, mirando y leyendo algunos carteles pegados a las ventanas, a las paredes, en los que se exigía y reclamaba toda clase de enseres, grano para hacer pan, carnes, sal, vino, aceite, cebada y paja para los caballos. Apenas llegado el Duque de Alburquerque a la Isla todos comentaban la labor del alguacil mayor, Dº José Jiménez Mena, avituallando de granos mientras vaciaba los pósitos de los chiclaneros, Vicente Benítez, Ramón Larrú, Juan Romero, Basilio Zurza, Domingo Gómez, el duque del Parque, los de la iglesia, los de la fábrica de Vejer, hasta un total de más de cuatro mil fanegas para sustento de los que iban a quedar sitiados, la leña del coto del marqués de casa Enrile, la carne y el vino de los emigrados, los olivares del Conde del Pinar, el ganado que andaba vagando por los campos e incluso los bueyes de labor.

Escribo cuanto puedo en este nuevo diario, no sé a ciencia cierta si fray Damián guarda el mío para cubrirse las espaldas o si lo tienen los enemigos. Ver este cuaderno recién estrenado, recién descubierto por mis palabras, me hace albergar esperanzas en un término próximo del conflicto, un deseo incontrolable de cerrarlo con un final feliz en el que pueda volver con mi familia y vivir plenamente en un suelo libre.

En éstas estaba cuando regresó el fraile, que, sin prisas introducía ambas manos en las mangas de su hábito. Subió al carro y fustigó a la bestia, que sin duda empezó a trotar hacia el otro lado de la calle. Sacó del interior de la manga unos periódicos. En la misma sala en la que esperaba a las señoras los encontró y sin miedo alguno se adueño de ellos, escondiéndolos con premura. Sentía un irreverente deseo de leerlos, de tener noticias frescas y recientes de los acontecimientos más importantes que estaban ocurriendo en la zona libre, porque a pesar de que su contacto con los del otro lado eran continuos, siempre le gustó la ira, la sátira en prosa y en verso de los diarios, de las cuartillas que bien escritas podían despedazar a los enemigos. Despacio, ahora ya sin arrear a la mula, lentamente cruzamos la alameda y el Lirio hacia el pinar, no se atrevió a sacar las cuartillas pero precisó que se trataba de prensa de Madrid y de Cádiz. Necesitaba verlos, era el fruto del trabajo de hombres como yo. Hombres que escribían lo que veían, que recogían con precisión los acontecimientos que tenían lugar en sitios lejanos y cercanos, que hablarían de cosas también cotidianas de la ciudad donde vivía mi hijo, donde vivía María.

En el camino se cruzaba demasiada gente como para extraer de sus hábitos la deseada lectura, y sabiendo que mi interés por verlos me excitaba dobló hacia la derecha del camino, hacia el molino donde el río se retorcía dirigiéndose a Medina. Algunas casas salteaban los verdes pastos y en una de aquellas pequeñas viviendas donde las mujeres tendían su ropa blanca se detuvo. Un cierto olor a pan traspasaba las ventanas enceradas, un olor intenso a pan que traía la vida a mis sentidos, ese olor a hogar y a familia que hacía olvidar las penas de la guerra. Intenso olor que se apoderó de mi estómago con ansias de probarlo, de degustar ese pan hecho con las manos dulces de una mujer aunque no fuera la mía. Ese olor indescriptible de los hogares limpios y llenos de dulzura, el olor de la harina tostada que queda en la pala del panadero, el de la miga crujiente y caliente que despide humo al ser partida. El olor a paz.

Diego de Uztariz

Continuará

03153017

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