Diario inédito de un relator apócrifo

Las crónicas de Cádiz (Cap. LV)

  • Resumen capítulo anterior: Las hermosas casas de Puerto Real han sido saqueadas, destruidos sus ricos pavimentos y sacados a la calle como madera podrida los ricos muebles de los vecinos presos o escapados. Esta devastación y ruina es la prueba más rotunda de la guerra. Una ciudad que muere lentamente por el ahogo y la axfisia que ejercen los enemigos.

Como si de un sueño lánguido se tratara, hoy puedo dirigirme a ti, mi amado esposo, sin saber ni tan siquiera si esto que parece un milagro pueda ser compartido contigo allá donde te encuentras. Hoy que la guerra transcurre fuera de esta ciudadela, escondida tras los gruesos muros y bastiones que la protegen, te escribo en la certeza de que estás preso, en la sinrazón que me hace temblar de angustia pensando que estés muerto, en esta incertidumbre dolorosa que me hace sentir viuda y a tu hijo huérfano sin siquiera haber disfrutado apenas un instante del amor de su padre.

Han infundido en mí la esperanza de que mis palabras llegarán a ti por no sé qué túnel que usas para liberar a los cautivos de las garras francesas, por no sé qué medios que, cercanos a tu vida, dan luz ante tanta oscuridad. En el deseo irrefrenable de que mis letras te calmen y devuelvan la fe en nuestro pronto encuentro, te escribo desde lo más profundo de mi alma queriendo que sepas que estamos bien todos, que tu familia continúa viviendo en el mismo lugar en el que nos dejaste aquella mañana en que pensaste que tu vida era más útil al otro lado de las líneas enemigas y te perdimos.

La vida continúa a empujones en esta ciudad abarrotada de gentío, donde el temor a las epidemias está presente, donde las casas, posadas e incluso plazas, sirven de alojamiento improvisado a quienes aquí se guarecen de los embates de la guerra.

La Isla de León es un fuerte de artillería en su conjunto, los hombres se alistan a diario y las tropas aliadas avituallan a nuestros ejércitos de todo lo necesario para hacerse fuertes y combatir al enemigo.

¿Dónde queda ahora el amor? ¿Dónde el deseo del reencuentro entre tus brazos y los míos? No es tiempo de extrañarnos, me repito al levantarme cada día, intento a duras penas resignarme a la distancia que nos ha impuesto el destino, a no tenerte, a no poseer de ti más que los recuerdos, más que los hermosos libros y poemas que conservo escritos entre las suaves sábanas que guardo en mis armarios. Se confunden entre el olor blanquecino del almidón los hermosos versos de amor y entre la dulce ropa de niño de Eduardo guardo como un tesoro tus bellos escritos.

¡Cuánta soledad en mis pasos hacia donde soy solicitada! Las casas del hospicio, el hospital de san Juan de Dios, la casa de Tavares, la del Carmen, las tertulias de mujeres que intentamos componer nuestra soledad a fuerza de apoyaros allí donde os encontréis…

Las jóvenes pasean la soledad de sus brazos por las esquinas, no hay hombres presurosos a contar los vaivenes de sus caderas, las madres ahuyentamos los malos sueños de nuestros hijos a base de recuerdos, pero todo cansa, todo queda demasiado lejos. Es hora de la vuelta, la hora del regreso, el momento perfecto para volver a ser uno.

Las bombas caen de continuo en las calles, la mayoría no hacen estropicio alguno, pero la sensación de peligro es ingrata, insoportable.

¿Dónde estarás ahora? ¿Qué viento y que brisa estarán sacudiendo tu pelo, tu risa, tus labios? He pensado en seguirte, hacer de mi cuerpo el cuerpo de un hombre, desfilar embutida en uno de esos blasones de colores y colarme de lleno en la frontera, en esa frontera sinuosa que casi diviso desde la Alameda, tan cerca y tan lejos de nosotros, tan tremendamente espaciados.

Cada vez hacen falta más hombres que logren acabar con esta pesadilla, nosotras nos afanamos en ayudar en lo que podemos, confeccionamos uniformes, lienzos para los hospitales, cuidamos de los huérfanos que llegan desde otras provincias, preparamos comida para los prisioneros, nos afanamos en que las escuelas continúen instruyendo a los niños, recogemos dinero, joyas y donativos por donde quiera que aún queden; y así vamos viendo pasar los días, mientras nuestros esposos están lejos, algunos presos, otros ya muertos. Muchos hombres están desertando y alejándose de su bandera, desertores a los que acusan de estar fascinados por las riquezas que les ofrecen otras insignias, pero nosotras, las que esperamos infinitamente, creemos que lo que buscan es el sosiego y la tranquilidad de sus hogares. Andan escondidos por los montes y los campos esperando la oportunidad de volver a casa, de continuar con la vida que dejaron. Vuelta al hogar, a la casa, a la familia, a las caricias de los hijos. No creo que nada de esto pueda recuperarse si previamente no se consigue la libertad de la patria, no hay otra opción entre la guerra y la paz, entre ser defensores acérrimos del suelo de España o apátridas condenados a morir en la condena del parricidio.

Ahora puedo decirte, con la seguridad de que si lees estas cuartillas estés a mi lado y compartas mi empeño, que me dedico en cuerpo y alma a mejorar las mentes de los más pequeños, porque, como me enseñaste y he leído en tantos libros que pusiste a mi alcance, la mejor de las maneras de mejorar el mundo son las letras. Todos los días voy a la academia de Dº Pascual Antonio Castellanos, en la calle Rosario, donde los más pequeños aprenden cuanto está en nuestras manos enseñarles; ávidos de saber y conocer el mundo, quedan embelesados con las lecturas que describen otras tierras, con los poemas y cuentos, con los relatos de Oriente, con los dichos y proverbios que enriquecen nuestra historia. Y allí, rodeada de letras, de números y de cuadernos, el tiempo se me hace más pequeño, las distancias se acortan y quedo presa de ese talante de optimismo que solo dan la lectura y los libros.

Ojalá el tiempo sea breve y magnánimo, ojalá los días de este verano próximo nos acerquen y podamos reunirnos en la alegría de un tiempo de paz, ya tan necesario.

Tuyos, María y tu hermoso hijo Eduardo.

María.

Continuará

03153017

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