Diario inédito de un relator apócrifo

Las crónicas de Cádiz (Cap. LII)

  • Resumen capítulo anterior: Hace dos años del levantamiento en Madrid contra las tropas francesas, las campanas de las iglesias de la Isla de León tañen un Tedeum para el recuerdo a los valientes caídos. Pero el mes de Mayo no solo trae sonidos de lucha, la disentería y las fiebres se acentúan por la temperatura y la necesidad de quina es inmensa.

Entramos en la ermita. La mañana clara y serena traía aires de primavera y apenas había salido el sol cuando las campanas de las iglesias cercanas tañían ya al tenue viento. Esta noche de cálida y suave brisa he dormido con el fraile en el convento de los agustinos; la razón: estaba enfermo. Unas fiebres le tenían en cama desde hacía unos días, días en los que, solo, había tenido que ir desde el campamento a Puerto Real para continuar con la publicación de los panfletos. No sé cómo lo hizo, pero ha logrado que permanezca a su lado y no tenga que volver cada noche a ese lugar de muerte en el que se ha convertido el pinar. El aumento de la temperatura dentro de las casetillas ha aumentado el número de muertos.

Aunque mi situación ha cambiado en estos últimos días mi actividad no cesa. Escribo casi a diario cartas, panfletos y folletos que corren por los pueblos. Acompañados por ilustraciones y dibujos satíricos que llegan a su poder no sé de qué modo, incluso desde Londres, hacen un daño inmenso entre las tropas francesas que ven debilitada su moral por los ataques continuos a sus generales.

Aquí estoy, atendiendo sus quehaceres; hoy soy yo quien lleva este carro lleno de heno y espigas en el que escondo a uno de esos muchachos a los que ha decidido ayudar a huir. Le he conducido hasta la ermita, a buscar la oquedad de aquel túnel que recorrí con él hace sólo unos días, un túnel sagrado y bendecido por Santa Ana, al que llego, en el que penetro, pero a cuyo final no me está permitido acudir, a ese punto final que podría llevarme junto a mi familia, poner término a esta guerra que ya no entiendo como mía, y volver a acunar entre mis cansados brazos a Eduardo.

Yo no tengo la sutileza ni poseo el encanto ni la atracción que ejerce fray Damián entre estos hombres. Desde que enfermó la misa no se canta y los soldados extranjeros católicos andan sin comulgar. Y aquí, intentando acercar este carro lo más cerca posible de la puerta de la ermita, sin conocer el rostro de la carga que transporto, soporto la angustia de la captura posible, de la pérdida de la vida, porque otra cosa no me queda más que esto, la vida, una triste vida.

Los soldados, seguramente porque la mañana está tranquila y desde la línea española, desde los fuertes de Urrutia, Lacy o el mismo Sancti Petri no se ven movimientos ni se escuchan los ruidos de las bombas, sólo entrenan y realizan maniobras. Las cornetas y los tambores suenan, los hombres prestos se alinean y adoptan las posiciones que creen pertinentes y que les indican sus superiores. No entiendo de esto, nunca he entendido de los quehaceres de la guerra, nunca me han interesado ni los apuestos uniformes ni las audaces armas y estrategias de la guerra. Yo era un hombre de letras, hoy ejerzo como un hombre de letras. Pero no firmo nada, nada sabe a mi nombre, nada señala que soy el autor de los escritos que intentan alentar a los españoles sitiados. Si al menos algunos de ellos cayeran en manos de María, quizás, sabiendo que están escritos de mi puño y letra, adivinase de mi tristeza, de mi añoranza, de mi inquietud por no saber de ellos.

Toda la infantería que estaba sirviendo en ese mismo paraje iba a tomar las armas para pasar revista, sonaba la Generala, una vez que el toque de Bandera hubiese alertado a salir a todas las compañías de sus tiendas para buscar el punto de unión para la asamblea. El silencio se rompía por el sonido de los tambores mientras que el destacamento acompañaba la bandera hacia la playa de Sancti Petri. Y yo, allí, desde la altura de la loma, veo cómo se rompe el silencio de la mañana por el paso firme de los soldados, cómo se troca el lastimoso silencio de la otra orilla del caño con el sonar de las cornetas y los tambores aliados de mi patria.

Hoy no hay toque de Misa, el fraile no está y los soldados no acuden por su cuenta a la ermita. Algo pesado parece cocerse en el ambiente y me encuentro solo , sin apenas prestar atención al soldado que, escondido, permanece en el carro sin que yo, extasiado por las vistas coloristas de los uniformes y las plumas airosas de los morriones, me acordara de por qué estaba allí y desaprovechara el momento oportuno que me daba el destino. Podía seguirle por el túnel, nadie me buscaba ni se había percatado de dónde me encontraba, sólo era un hombre más que no tenía otra intención que de la de adecentar la ermita. A fin de cuentas, yo era el sacristán que acompañaba a Damián a diario para preparar la misa.

Las campanas de la Isla sonarían, yo no lograba escucharla desde donde estaba, pero era lo normal según me había contado el fraile, la campana más cercana al lugar tocaría avisando de la Oración mientras que el tambor de guardia avisaba a todos de la hora de persignarse.

La cabeza del hombre del carro parecía sobresalir de entre el heno. Apresuré mi paso hasta la parte trasera de la ermita, hacia donde me acerqué asiendo fuerte el bocado de la mula, que lastimosamente se aproximó al alfeizar de la puerta. Entonces vi el rostro del soldado, apenas era un muchacho, uno de tantos muchachos de cara triste y ojos soñolientos y asustados. Su pelo rubio, la trasparencia de la piel blanquecina y mortecina que rodeaba sus clarísimos ojos delataban su procedencia extranjera. Era un soldado irlandés, sus compañeros se batían en franca gallardía contra la Grand Armée francesa y él, que apenas contaba dieciséis años, había caído preso de los enemigos.

Tenía el tiempo justo para introducirlo en la ermita, abrir el pasadizo de Santa Ana y acompañarlo hasta donde nos esperaría Carmela, la joven de las rosas en el pelo que mostró sus delgadas y finas rodillas al andar con donaire.

Temblaba y tiritaba como si fuera Enero, un cuerpo de niño envuelto en un hábito de guerra, y frente a él, yo, abriendo el túnel de la libertad por el que podía correr la misma suerte que el irlandés, volver a casa. Volver a donde estaban mis sueños.

Un fuerte ruido sobresaltó mis pensamientos cuando descorría la tela carmesí que protegía la imagen, un fuerte golpe que se repitió por dos o tres veces y que procedía de la puerta principal de la Iglesia. Temiendo que el que fuera que llamara de ese modo diese la vuelta y asomara sus narices por la puerta trasera, la de la sacristía donde me encontraba, corrí a esconder al joven irlandés entre los bultos de mochilas, paja para las bestias y colchones.

Los golpes se hacían más fuertes y seguidos, acompañados por voces y gritos que no llegaba a entender. Sabía que debía abrir, abrir y disimular, hacer entender qué estaba haciendo yo allí sin tener que explicarlo, porque explicarlo sería insuficiente, qué decir, no puedo estar preparando la Eucaristía porque no está fray Domingo. Tampoco les valen mis manos para impartir un pan que no puedo consagrarles. Me dirigí hacia la puerta, a sabiendas de que mis días estaban contados; me dirigí despacio, intentando encontrar la respuesta que calmase a quien de ese modo aporreaba la puerta. Ojalá Carmen espere en el túnel y no se acerque demasiado a esta parte de la ermita, ojalá no descubran a este muchacho que tiembla entre las paredes de este lugar Santo.

La puerta parecía que iba a ser derribada, y yo sólo pude abrirla.

Diego de Uztariz.

Continuará

03153017

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