Diario inédito de un relator apócrifo

Las crónicas de Cádiz (Cap. XLVIII)

  • Resumen capítulo anterior: Muy en la mañana, Diego y Fray Damián se dirigen a Puerto Real, hacía la iglesia de San Sebastián. Bajo la sacristía, el olor a tinta y el ruido de la impresión de la maquina, despertó el recuerdo de los días de trabajo en el periódico de Madrid. Los libros que habían logrado ocultar antes de la llegada de las tropas, se amontonaban en los bancos desvencijados y rotos.

Pero el tiempo se detuvo en aquella reducida estancia. Es cierto que el aire apenas circulaba y que la incomodidad por la cantidad de muebles, libros y cestos almacenados en ella no permitía mucho movimiento. Sin embargo, ¡qué satisfacción para mis oídos escuchar a Alonso! Creo que fray Damián me conocía mucho mejor de lo que yo creía, sabía que era el modo más factible para que me rindiera de forma incondicional a su causa, el papel que me rodeaba, las cuartillas de periódicos pasados y los libros cubiertos de polvo fueron suficientes para mi sumisión. Eso sin contar con los relatos apasionantes de Rivera, los paisajes vistos en sus viajes, expuestos y descritos con tanta minuciosidad, con tanta perfección de adjetivos y metáforas, que el color de los cielos mexicanos, de los mares caribeños y las selvas ecuatoriales aparecían frente a mis ojos.

Fuera seguía la vida, el tránsito perpetuo desde la ocupación francesa de los hombres hacia el paseo de las canteras, a las fuentes a por agua, los carros llenos de franceses de un lado a otro del pueblo. Veíamos su trascurrir por las pequeñas ventanas superiores de las estancias, unas pequeñísimas ventanas que quedaban a los pies de los paseantes.

Esteban Menadier, autoridad de esta villa de Puerto Real dependiente de la prefectura de Jerez, no puede hacer nada ante el comandante militar. Está claro que el daño hecho por las tropas españolas a las infraestructuras existentes en esta zona requiere el trabajo de muchos hombres, baterías artilladas, reductos para la defensa, cortaduras, trincheras. Matagorda aún resiste, y los trabajos se concentran sobre todo en el puente de acceso al Puerto de Santa María sobre el Guadalete, el puente sobre el río San Pedro, el puente sobre el caño Zurraque de pontones y barcazas. Se reconstruye el camino desde Puerto Real a Chiclana y se prepara un camino que esté cubierto de los fuegos de la Carraca, muy desprotegido desde las ventas hasta Puerto Real. Como bien dice fray Damián el trabajo es frenético, se construyen dos baterías en el mismo muelle y otra en el Trocadero. Sobre el camino de la Barquilla se hace una batería con urgencia, lo mismo que en el arrecife en el acceso del castillo de Santa Catalina, en el Puerto de Santa María. Otros hombres trabajan en el bosque de Chiclana, en un reducto defensivo al igual que en las baterías de San Luis, baterías en la que los zapadores han intentado acabar con los muros del frente derecho, aunque ha arruinado las cañoneras.

De vez en cuando interrumpía el relato de Alonso la caída de las bombas sobre el entablamento de la iglesia, cubriéndolo todo de cascotes y piedras. La marea debía de estar llena y las bombarderas y lanchas podían aproximarse más a tierra.

Mientras cruzábamos estas palabras sobre aspectos cotidianos de esta guerra ya ciertamente rutinaria dimos tiempo a Alonso a encender su pipa, al tiempo que buscaba entre los papeles, amontonados con insistencia, algunos documentos y cartas que quería mostrarme antes de partir. Debajo de unas cartas náuticas de algunas provincias americanas apareció lo que buscaba con tanta preocupación, una imagen de la Virgen de Guadalupe, una hermosísima imagen pintada con maestría extrema y cuya parte trasera recogía una firma y una dedicatoria que no alcanzábamos a leer. Alonso colocó sobre sus cansados ojos unas lentes diminutas mientras se atrevió a decir:

-Tengo a mis hijos alistados en las banderas patrióticas, luchando por la libertad de la patria. El espacio existente entre Mérida de Yucatán en México y España es pequeño para atravesarlo con valentía ¡Morir o vencer por la libertad antes de ver ultrajadas la religión de nuestros abuelos, la independencia de nuestros padres!

Alonso y Felipe, hijos de Alonso Rivera, nacidos en México de madre mestiza, estaban luchando en España. Uno, propuesto para teniente de su regimiento y el otro, ascendido por su comportamiento en los combates, eran adulados por Don Benito Pérez, Capitán General. Muchachos que dispensarán con sus ascensos la soledad de su madre en Mérida, que consolarán con sus actos la necesidad de patriotismo desde tan lejanas tierras. La elección de las madres dadivosas de los soldados provenientes de América, que prefieren ver la sangre derramada de sus hijos como valientes soldados a vivir en la opulencia, respetar a la otra madre, la patria, para que incluso en la muerte el honor salvado sirva de medicina para el dolor de perder a sus vástagos. No importa que el dedo de Dios los señale en los campos de batalla para que pasen al reino de la inmortalidad, porque el gozo de haberlos perdido intentando redimir a la patria del enemigo que intenta gobernarnos les redime. Es como si por ser las primeras en dar la sustancia de la vida en el útero materno tuvieran el derecho de poder disponer primero de su sangre, no importándoles que la derramen en el campo del honor.

No podría escuchar estas palabras de los labios de María. Jamás entregaría a nuestro hijo a los horrores de la guerra, nada justificaría su muerte, su dolor. Ningún sentimiento de revancha o de ira por el suelo ocupado me consolaría por la muerte de mi hijo. No puedo entender el espíritu valiente y dadivoso de estas madres, que dan lo más preciado de sus entrañas al horror de la batalla, como si el suelo, la tierra, lo pudiera todo, lo necesitara todo.

Alonso asiente, mientras lee la dedicatoria escrita tras la imagen:

"El cielo de esta tierra se tiñe del polvo ennegrecido del Popocatepetl, y yo vuestra madre os extraño, como extraño a vuestro padre, buen hombre al que imagino en los mares extremos, en los confines del orbe. Os añoro y rezo porque el cielo os devuelva a mis brazos con vida. Pero si vuestros corazones son devueltos sin latidos, y vuestra piel fría como el mármol, no lloraré, porque el orgullo de una muerte digna será mi consuelo"

Todo estaba preparado, la máquina de imprimir, la tinta, el papel y la sangre encendida de estos hombres cargados de sed de venganza. Me toca tirar a mí, escribir de forma tal sobre nuestros enemigos que despierte las ganas por la lucha de los pueblos ahora inertes, que les haga vibrar de sentimiento por un país que sangra. Es mucho lo que esperan, no sé si seré capaz de tanto.

Diego de Uztariz.

Continuará

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