Diario inédito de un relator apócrifo

Las crónicas de Cádiz (Cap. XLVI)

  • Resumen capítulo anterior: Fray Damián acude a casa de los generales Villate y Senarmont para confesar a sus esposas. Sin miedo se adentra en sus aposentos y consigue hacerse con ejemplares de periódicos editados en Madrid y en Cádiz. Entendiendo la inquietud de Diego que por leer esas cuartillas, le llevó a una casa cercana donde se cocía pan.

LA casa era fresca a pesar del calor del horno y del sol intenso que apretaba fuerte sobre el techo fino de cerámica partida y colocada a trozos. Una mujer de grandes nalgas y caderas amasaba pan sobre el hogar; mientras, un anciano de rostro puntiagudo y aguileño afilaba sobre la mesa los cuchillos y las tijeras, sobre una piedra rígida asentada en un pedestal de madera. Las chispas de colores que brotaban por la fricción de la hoja de metal daban un aspecto siniestro al pobre hombre, que cansado y asfixiado paraba a cada momento queriendo coger aire.

Entramos despacio, como si fray Damián estuviera en su casa, acercó una silla a la mesa pequeña que estaba bajo la ventana y sacó el periódico, mientras yo permanecía de pie a su lado. La mujer se acercó y dejó un trozo de pan y una jarra de vino sobre la misma mesa, y aunque sonrió al fraile, éste ya estaba enfrascado en la lectura de las cuartillas y no apreció ni siquiera las viandas.

El Diario de Madrid de finales de Marzo, fundamental para su trabajo, era leído con una inquietante persistencia, estaba ausente, como si estuviera solo y a nadie le importara más que a él lo que allí ponía. Sólo después de unos instantes acertó a mirarme y a compartir conmigo aquellas palabras odiosas que adulaban al Bonaparte como a un dios griego, y que evitaba hablar de otra cosa que no fuera de la crueldad de las guerrillas y la hipocresía de los ejércitos ingleses. "Mueran todos los españoles sin excepción" ha sido el grito del pueblo francés ante las palabras de su emperador. Ha mandado sus tropas a España, ha enviado a su hermano con el noble propósito de demostrarnos su amor, con el único propósito de hacernos felices.

- ¿Qué ofensa tan grandiosa hemos cometido los españoles contra este hombre que sólo quería, según sus palabras, ayudarnos, socorrernos? ¿Cómo puede decir que nosotros los españoles asesinamos aún enfermos y moribundos a los franceses? ¿Habrá un hombre que mienta más?

Por momentos se acaloraba más y más con su lectura, hasta el punto de levantarse de la silla muy irritado y gritando que los españoles no asesinan a nadie que no sea en la pelea.

-¡Ah!, pero cuando las naciones del mundo sepan y aprecien lo ocurrido en este país por el traidor de Bonaparte, estarán de acuerdo en que todos nos convirtamos en asesinos de los franceses. El engaño está descubierto, no hay nada de verdad en las proclamas de Napoleón. Estoy seguro, Diego, de que cuando la propia Francia despierte de su letargo, del engaño y de la opresión a la que se ve sometida, hablará, porque no todos son napoleonistas.

La indignación del fraile aumentaba según leía las palabras del comisario de la provincia, Blas de Aranza, el cual, en una incontrolada y pasional defensa de los franceses, no dudaba en explicar cuál es el verdadero sentido del ser patriota. ¿Aquellos hombres buenos de Sevilla, de Córdoba, de Granada, de Jaén, del Guadiana, los del Tajo y del Ebro, qué son ahora? Para Aranza no han dejado de ser españoles, aunque hayan jurado a José Bonaparte. ¿Por qué los gaditanos y habitantes de la Isla no pueden pensar en hacer lo mismo y, sin embargo, se entregan al pillaje inglés?

-Sólo hay ventajas para estos traidores, sólo ventajas en este nuevo gobierno, sobre todo en la esperanza que tienen en acabar la guerra y el estado marcial y promulgar al Bonaparte monarca de toda la España.

Se atreven, Diego, a decir que nuestra nación es una desgraciada, que pretendiendo restablecer la Junta Central sólo se encamina a la desidia y la nulidad del gobierno anterior. ¿Pero cómo puede ser tan descarado y tratar la muerte de los paisanos con tanta indolencia? Sólo pueden provocar en mí estas palabras un sentimiento profundo de rechazo hacia estos hombres que no aman el suelo que les vio nacer, y que, enfundados en sus costosas vestiduras, se permiten criticar a los ejércitos españoles acusándolos de forajidos y bandidos, como si fueran hombres miserables que sólo pretenden satisfacer sus necesidades y su codicia.

-¡No puedo permitir esto, Diego!¡ No puedo quedar impasible ante estas publicaciones! ¡Cuánto dolor para la gente que muere cada instante, para los padres que pierden en el frente a hijos jóvenes, a esposos vigorosos que apenas han perpetuado su sangre! ¡No puedo Diego, no puedo!

Jamás pensé que podía sentir tanta compasión por alguien. La fuerza de sus puños apretados descompuso la quietud y la paz que cobijaba la cabaña, el olor a pan quedó olvidado y creí el momento justo para pronunciar unas palabras.

-Cuenta conmigo. Aquí me tienes.

De qué poco ha servido la orden que se dictó en mayo de 1809 por la Junta Suprema Central, aquella orden por la que los bienes de los afrancesados, individuos perversos y corrompidos que abrazan de forma escandalosa al enemigo, al partido del tirano, serían requisados. Estos hombres que, desde Madrid, aprovechando su cercanía con los altos mandos galos, son instrumentos viles de las maquinaciones de Napoleón. Estos hombres, que están contribuyendo con su esfuerzo a la ruina de nuestro país en vez de oponerse abiertamente, aunque pierdan en ello la vida.

Han abjurado, movidos por la propaganda lasciva francesa, a su verdadero rey. No sólo no se han opuesto, sino que, además, aprovechan para enriquecerse vilmente. Recuerdo lo que ocurrió en Cádiz con Solano, bastaron los palos, azadones, cuchillos y hachas para tomarse la justicia por la mano. Un linchamiento sólo paliado por la labor de los capuchinos, pero que terminó con la muerte de un hombre al que creyeron vendido a los franceses, al que sustituyó Morla, que no ha tardado también en pasarse a las filas de Napoleón.

Aquí están los cobardes, los que se escurren de las levas y de los alistamientos forzosos. Hombres ruines que, ocultando sus bienes, sólo han conseguido sobrecargar a sus vecinos de pagos y requerimientos. Cuando un español que vive en una tierra ocupada lee los panfletos y libelos escritos por franceses, le duele y le provoca un rechazo inmediato, pero cuando son los propios compatriotas los que invitan con su odio a un enfrentamiento civil el dolor se hace inmenso. ¿Acaso no es eso lo que hacen Lozano de Torres en San Carlos o el síndico de Conil, que por cada recuento que ejecuta más se enriquece?.

En nombre del honor y de la libertad todo se permite, todo se soporta. Si el panfleto lo hace un español patriota en un Madrid ocupado es ahorcado sin remisión, sin posibilidad de alegación o petición de perdón, sólo le queda sentir la soga aprisionando la garganta hasta la muerte.

Ante la gente este fraile al que veía destrozado era un traidor, un afrancesado cobarde que había tomado la opción que él mismo criticaba. Quizás algunos de estos hombres que escriben panfletos ocultan tras su traición un motivo justo, una estrategia de la guerra para su comportamiento. ¿Quiénes somos para juzgar el comportamiento de los otros, para valorar el modo de obrar de muchos hombres que quizás ven peligrar las vidas de los suyos?

Diego de Uztariz

Continuará ; ;

03153017

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios