Diario inédito de un relator apócrifo

Las crónicas de Cádiz (Cap. LIV)

  • Resumen capítulo anterior: Una patrulla francesa entró a golpes en la ermita de Santa Ana. A golpes derribaron a Diego de Ustáriz que intentaba justificar su presencia en ese lugar a pesar de la enfermedad del fraile. Solo la valentía y el desparpajo sensual de Carmela, logró que los franceses le dejaran en paz y que el soldado irlandés escapara.

La vida discurre como si la guerra solo se asomara a instantes contados. Si no fuera por las casas dañadas, con las puertas perdidas, rotos los portones, extraídas las rejas y las puertas de las ventanas, parecería que no ocurre nada. Las vigas de madera, las tejas, las vidrieras, el mármol de las casas de bien, los enseres, los muebles, los molinos y aún los materiales de construcción han sido robados, sacados a base de golpes, a base de fuerza como aprovisionamiento de los ocupantes, o bien como pago de los que luchan a regañadientes contra el hambre y la muerte.

La casa de Enriles, casas que eran propiedad del convento de Santo Domingo de Cádiz, las hermosas casas propiedad del presbítero de la prioral Pedro Boto, incluso este templo de San Telmo, se halla ya sin techo y sin suelo.

De los edificios del Trocadero, desnudos de mampostería y encuero de paredes, solo se ven las columnas de sus frentes. Han desaparecido los diques y compuertas, los santos y los cuadros, el rancho de la maestranza. Goyena, su dueño, ha sucumbido a la pérdida de todos sus almacenes, sus tiendas, los hornos, el mesón de la Laguna. Aquellas hermosas bodegas de José Bello de las que cuenta Fray Damián han quedado sin sus alambiques, sin los toneles y sin las tejas de los techos. Y qué puedo decir de esta hermosa plaza de las Descalzas, en la que sus mesones y alhóndigas son ya cuarteles y pesebres de animales.

La devastación y la ruina es la prueba más rotunda de la guerra. Aunque no tuve la ocasión de visitar esta ciudad antes de ella, la destrucción de sus calles y sus inmuebles es la prueba más fehaciente del horror de la lucha, del intento de sobrevivir de la gente de la calle, todos afectados de un modo o de otro, todas y cada una de las casas al límite del sufrimiento, al límite de la ruina.

Los hombres, a fuerza de hacha, derriban pinos y olivos; cientos de pinos de la Algaida y de la hacienda de Villanueva caen a diario condenados a formar parte de las tareas de fortificación o como madera de leña para los ejércitos y sus necesidades domésticas.

Antonia Manzano, dueña de algunas de estas tierras, ha estado temprano aquí en la parroquia, donde tenemos nuestra imprenta subversiva y oculta. Necesitaba hablar con el fraile y pedir que interceda ante la capitanía general del ejército francés para que cese la tala de sus pinos, propiedad de sus hijos, único modo de subsistencia. Pero, ¿qué puede hacer este fraile ante la desesperación de la gente que se siente ultrajada? Todos, en alguna medida, pierden algo, las huertas arrasadas ponen en peligro la pervivencia de la agricultura y por tanto traen ecos de hambruna y enfermedad. La industria saqueada, talleres y pequeños almacenes de productos básicos para la vida como el jabón, la quincalla, la loza, las pieles, lana o tintura, acabará con la pertinencia del trabajo, la sensación necesaria de sentirse útil, de sentirse productivo. Una ciudad que ya trabajaba en el metal y en la fundición a finales del XVIII: la fábrica de planchas de cobre y clavazón de buques que Du Serré, caballero de la real Orden de San Luis, levantó para paliar las demandas del Arsenal de la Carraca, que ocupaba a hombres de la población, es prueba del apogeo económico de la villa.

¿Dónde han quedado los gritos de los vendedores de pescado, frutas y carnes en las tablas del mercado improvisado en la plaza de Jesús? La casa consistorial, la cárcel y los pósitos de granos daban presencia de una ciudad viva, el olor a encurtido de la fábrica de pieles se mezclaba con el olor de las casas donde se hacía buen queso que se vendía en los pueblos cercanos.

¿Dónde Las Luces de este siglo y la preocupación de hombres deseosos del progreso de la villa, que les llevó a fundar la Sociedad Patriótica de Amigos del País a la forma y manera que en otras muchas ciudades de la Corte, favoreciendo la educación y los avances en la agricultura y la industria?

¿Y los barcos, que en un terreno llano de labor y monte bajo lleno de marismas inmensas y de salinas sorteadas por casas encaladas y robustas, se dejaban reposar sobre el Trocadero, que metía una porción de tierra en la bahía y quedaba aislada por el caño? Allí, majestuosos de soberbia por el continuo trabajo, estaban los careneros a una legua de Puerto Real, abiertos en dos ramales, uno navegable hasta la ensenada del pueblo y el otro, más tímido, sólo permitía el paso cuando había pleamar y los faluchos se atrevían a cruzarlo.Las compañías de Filipinas y de la Habana poseían hermosos y espléndidos almacenes donde no faltaba nada, sin olvidar los de otros particulares que se enriquecían del comercio, incluso un pequeño arsenal para fragatas dependiente del de la Carraca y una espaciosa caldera para las urcas de la compañía filipina.

Ahora los pósitos y los graneros vacíos, donde las ratas deambulan a su antojo, ya sin nada de que comer, augurando un tiempo de hambre que se aproxima, un tiempo de desdicha para los propios franceses. Sólo quedan los despojos de las reses, que cocidos con un poco de maíz o de arroz se convierten en el sustento básico de los más humildes.

Va desapareciendo cualquier vínculo de complicidad con el francés ante estas férreas medidas que se imponen al pueblo puertorrealeño: encontrar suministros, hospitales, lazaretos, alojamientos y medios económicos que dejan extenuada a una población desolada, con los hombres jóvenes en edad de luchar fuera de las ciudades, familias destrozadas, robos, violaciones tanto por los franceses como por algunas partidas de guerrilleros y desertores, Iglesias y conventos expoliados, destruidos y usados como establos, casas confiscadas por los alojamientos forzosos: las mejores viviendas para los oficiales; el resto, con todo lo que éstas contienen, ropa, menaje, comida y animales, para la tropa.

Y aquí, frente a este maremágnum de hechos e injusticias, el fraile y yo, sentados en los bancos de piedra de esta Iglesia de San Sebastián, hablábamos. Desde que se había repuesto de sus fiebres no había vuelto a decir misa en Santa Ana y yo mismo, desde el encontronazo que tuve con los soldados en la sacristía, no me había atrevido a ir. Suerte que Carmela logró ahuyentar con el enorme arte de sus brazos y piernas el peligro que nos acechó durante unos instantes, unos larguísimos instantes.

Ahora estamos aquí, sentados mientras que se prepara para confesar en el interior del templo, sentados viendo la gente pasar sin ganas, sin entusiasmo por la vida, cansada y desprovista de sueños. Aquí estoy, María, viendo pasar la vida sin atisbo de reencontrarte en ella.

Diego de Uztariz.

Continuará

03153017

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