Diario inédito de un relator apócrifo

Las crónicas de Cádiz (Cap. LI)

  • Resumen capítulo anterior: Los escritos subversivos de Ustáriz deambulan por las tabernas y callejuelas, acompañados de las sátiras a Napoleón. Es el intento por evitar el alistamiento forzoso al que se ven obligados los hombres en los lugares que se ocupan por las tropas francesas. Mientras tanto el acarreo de madera desde el Molino de Montecorto, es interrumpido de forma constante por las baterías de Gallineras.Mapa de la Provincia de Loja y de los montes reservados donde se encuentran los árboles de la quina. Quito 1769. AHN.José Celestino Mutis, botánico y matemático gaditano. Plantas de la Quina.

Llegado este mes la temperatura aumenta en las tiendas de telas ajadas donde nos alojamos; las fiebres por la disentería y las infecciones producidas por las heridas de balas y metralla se disparan. La necesidad de quina era tal que los cirujanos y médicos que dirigen este establecimiento andan de cabeza pidiendo por escrito que se confisque toda aquella que pueda quedar en las casas donde ejercían los médicos de las poblaciones ocupadas. La quina, la chinchona como solían llamarla las monjas que nos cuidaban, roja o blanca, pulverizada en botes, suponía la vida o la muerte ante la desgracia de caer enfermo.

Sinceramente, apenas me quedan fuerzas para salir al exterior, observar y escribir todo cuanto rodea este pinar. Las cosas no cambian ni se transforman con la celeridad que yo quisiera y si los días se hacen eternos, las noches, bajo la tenue luz de los hachones, se hacen infinitas. Mi falta de fuerzas no procede de mi cuerpo, más bien es mi mente la que anhela escapar de las fauces de la guerra, volver al Cádiz limpio que recorría al atardecer y tomar un café con Celis mientras hablamos de los escritos de Quintana.

Eduardo cumplirá tres meses el próximo día diez y comenzará a reconocer el rostro dulce de María, sonreirá al verla aproximarse y al escuchar su voz volteará su pequeño rostro rosado. Pero el mío, mi rostro, la voz rotunda de un padre que le acoja, la fuerza de mis manos, seguirá sin intuirlas, continuarán sin acompañarle. Ahora que el sol empieza a infligir fuerte su calor en la arena de las playas gaditanas y las aguas soñolientas habrán dejado su bravura para cobijar a María en sus paseos por la muralla, yo no estaré allí para sentirlos.

¡Todo podía ser tan sencillo! Las noticias que llegan desde Cádiz me tranquilizan, no ocurre nada que pueda hacerme sentir inquieto. La Junta en la Isla de León se prepara para la celebración de las Cortes, todos lo comentan y cierto nerviosismo se nota entre estos franceses que cada vez se sienten más aprisionados. Mañana hace dos años de los nefastos acontecimientos de Madrid, aquel Madrid que dejé, hoy creo siendo un niño, aquel Madrid de mis años de inocente e ingenuo compromiso con la revolución y la libertad. Y aquí me encuentro, confundido entre los presos. Algunos, enfermos; otros, pretendemos por las necesidades que se nos piden mantenernos enfermos e irremediablemente solos. Y pienso en Eduardo, mi pequeño hijo, no saber nada de ellos va a volverme loco. Fray Damián lo sabe e intuye en mi semblante que no voy a poder aguantar mucho sin noticias de mi casa, que en cualquier momento en que consiga desasirme de mis compromisos con la causa del espionaje, que me atan a él y a la causa, voy a escaparme. Quizás reciba un tiro de gracia por la espalda, o tal vez salga ileso y logre llegar a las líneas españolas, cruzar el Portazgo donde caí preso, donde fui herido, y de allí a casa, a los brazos de María, a tomar entre mis brazos a Eduardo.

Mañana es el día elegido para sacar a la luz uno de nuestros escritos. Fray Damián lo tiene todo listo y preparado, es el momento justo, la gente lo espera, espera que alguien escriba sobre los hombres y mujeres que murieron en Monteleón aquel dos de Mayo, que alguien recite sus nombres entre las calles apestadas de dragones franceses, que algún valiente grite un viva al arrojo de los héroes que pusieron el país en pie de guerra.

Las noticias sobre el Te Deum que va a celebrarse en Cádiz pululan por el campamento, somos demasiados los presos españoles y la fuerza de los que nos vigilan empieza a flaquear. Cuando la Iglesia de los Carmelitas Descalzos y la Alameda se llenen de gente, quizás estará allí María, seguro que estará y los gritos del pueblo enfervorecido harán brillar de ternura sus mejillas. Los aliados que se encuentren en la ciudad se unirán en un acto tan noble y entonces María se preguntará dónde me encuentro, y maldecirá en el silencio del rezo que esté ausente, quizás muerto y que no sirva para nada tanto heroísmo ni tanta valentía cuando los hijos se quedan huérfanos.

Levanto la vista y el humo que procede del Portazgo lo ocupa todo, han destruido los soldados españoles el espaldón que los franceses habían construido frente a esta entrada al puente de Suazo. Y digo adiós a la posibilidad de infiltrarme en ese espaldón para cruzar al otro lado. Mi única esperanza es que el fraile se apiade de mí y me ayude a escapar. A fin de cuentas, su intención de dejarme como autor eterno de panfletos no creo que perdure en el tiempo, aunque su obsesión por la venganza y las continuas intrigas a las que me veo sometido me aterran y pienso que mi verdadero verdugo no es otro que él. Y más ahora, que los triunfos de O´Donell en Tarragona le otorgan una visión optimista de los acontecimientos con la pérdida de más de cinco hombres, soldados a cargo del general Augereau.

Ha llegado más tarde de lo que acostumbraba, los carros han sido requisados para transportar madera desde el Trocadero hasta el punto donde están haciendo un puente de caballetes hacia Matagorda, mientras construyen parapetos en la Cabezuela.

Cuando vino a buscarme ayudaba a levantar a algunos heridos españoles de sus catres, la hermana Consuelo solía pedirme ayuda para auparlos mientras cambiaba los jergones manchados y apestados. Yo era el único que, por mediación de fray Damián, permanecía entre ellos a pesar de estar medio curado. Los más jóvenes no terminaban de sanar por falta de alimentos, había días en que sólo era posible comer algarrobas y algo de menestra. Yo era afortunado, porque cuando llegábamos al lugar donde imprimíamos no nos faltaba el vino y el pan recién hecho, incluso a veces de debajo del hábito sacaba el frailecillo algún pedazo de queso y chorizo cocido, que hacía las delicias mías y de Alonso. No carecía de nada, se movía por los almacenes, los campamentos, la casa donde se alojaba el Estado Mayor, las parroquias y conventos, los lugares de trabajo de los artesanos, los campos, los lagares, las bodegas e incluso las prisiones, como si fuera el mismo Napoleón Bonaparte. ¿Cómo no podía hacer que yo volviera a casa?

Diego de Uztariz.

Continuará

03153017

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