Diario inédito de un relator apócrifo

Las crónicas de Cádiz (Cap. LVI)

  • Resumen capítulo anterior: Una hermosa carta de amor de María llega a manos de Diego su esposo. La vida se ha vuelto hiriente y pesada para las mujeres que andan solas por las calles gaditanas, con los maridos y novios en el frente y los hijos huérfanos de padres. La ciudad se colapsa de forasteros pero no llenan el vacio de la verdadera familia.

NOS han trasladado al Puerto de Santa María. Fray Damián no ha podido esta vez hacer nada para que permaneciera junto a él. Apenas he tenido un momento para comunicarme con la hermana Consuelo y lograr que viniera a verme antes de partir. Ha sido suficiente para abrazarle y llorar mientras depositaba en mis manos la carta de María y mi querido diario, ese compañero fiel que había dado por perdido y que hoy recupero con la certeza de que ha estado en buenas manos, las mejores manos, las únicas capaces de salvar a los hombres de este bochornoso espectáculo de la guerra. Apartados en el mismo lugar en que por primera vez me bendijo, he tenido que decirle adiós mientras los soldados se apresuraban a recoger las pocas pertenencias que tenemos antes de subir a los carros. El tiempo justo para arrepentirme de no haber usado el pasadizo de Santa Ana para escapar, para huir como lo hicieron otros, para llegar a Cádiz y reunirme con los míos. Ahora ya es tarde, ahora debo partir y encaminarme hacia ese lugar donde requieren de nuestro trabajo, donde necesitan de nuestras manos, las mías, que, acostumbradas a escribir, no saben más que ocultarse en los bolsillos de mis raidos pantalones de paño.

Muchos de los caseríos que salpican las salinas y esteros están destruidos, sin duda hay que ponerlos en pie, único sostén y apoyo haciendo las veces de baterías frente a las cañoneras españolas que, a veces y dependiendo de las mareas, se aproximan a la costa de forma peligrosa. Desde abril el fuego contra el Trocadero había sido perpetuo, hasta que una maldita bomba cayó en el almacén de pólvora y los españoles se vieron en la odiosa obligación de abandonarlo no sin destruir antes todos sus parapetos.

Los prisioneros del ejército de Dupont, a los que se sumaron los prisioneros del pontón la Castilla que lograron llegar a tierra gracias al viento y a la perspicacia de algunos de estos hombres que cortaron las amarras, llevaban semanas trabajando en la reconstrucción del fuerte. Pero no era suficiente y de camino al Puerto nos tocó aportar nuestras cansinas fuerzas a la obra. Nos repartieron entre este y el de Matagorda, para ayudar a reconstruir un lugar desde donde el daño al Castillo del Puntal era irremediable. Desde allí la visión de Cádiz era rotunda, pensé que si el día estuviera claro, que si María supiera que estaba allí y se asomara en la Punta de la Vaca, la vería. Ayudar, colaborar en el arreglo de un lugar desde el que el fuego es continuo hacia las lanchas cañoneras españolas e inglesas, que molestaban continuamente a las obras que a su vez hacían las tropas españolas en la orilla del mar.

Y allí, una vez acabada la jornada en la que el barro se secaba por el sol mucho antes de que pudiéramos usarlo, antes incluso de que termináramos las zanjas donde colocábamos puntiagudas y larguísimas estacas para afianzar los cimientos del fuerte, allí estaba el padre prior del convento de San Agustín del Puerto de Santa María. Subido en una mula, un ser minúsculo y delgado que preguntaba por mí al sargento francés que nos llevaba hacia los carretones donde partiríamos hacia el Puerto. Llevaba consigo un salvoconducto por el que, sin explicarme la osadía del hermano, me dejaron ir caminando junto a él. Habló claro, con un acento andaluz inconfundible, lleno de la ternura de los hombres libres de culpa, con una certeza inquietante de que me conocía muy bien, que sabía quién era y con la seguridad de que los pasos que daría a partir de ahora también serían dirigidos por Fray Damián.

-Mira, muchacho, desde que este conquistador se ha hecho con Andalucía, la sangre que circula por mis venas se calienta por luchar por mi patria, por mi rey y por la religión. Así que fui de los primeros en hacerme recluta cuando el dos de Mayo, el primero en salir de mi misión en pos de las armas, para que mi ejemplo cundiera entre otros hermanos y al año éramos más de quinientos los alistados. Me ofrecí a la Junta de Sevilla a servir en la urgencia que tuvieran, y aunque esta novedad patriótica no agradó a los contrarios ni a muchos de bien de esta tierra, hemos empuñado armas.

Le escuchaba mientras el carro se alejaba del lento paso del mulo, le escuchaba y oía los requiebros incondicionales de fray Damián, las justificaciones sacadas del alma y de la conciencia para redimirse. Quería convencerme de lo que yo ya estaba convencido, me perseguía el destino de escritor, quería de mí, seguro, lo mismo que había querido la Hermana Consuelo, lo mismo que el fraile. No tenía por qué doblegar su alma ante mí, yo le entendía y estaba dispuesto a colaborar en el mismo modo que lo había hecho en Puerto Real, del mismo modo que lo había hecho meses atrás en el Puntal ¿Acaso mi vida era menos válida que la de los soldados rasos que morían en los baluartes de la primera línea? Mi pluma no había servido de mucho hasta el momento, ahora quizás quería algo más de mí que yo no lograba adivinar.

Empezó a hablarme de Quintana, de cómo había tenido que cesar la publicación del Seminario Patriótico en Sevilla mientras que no tuviera libertad para expresar con independencia sus pensamientos, en espera de que pueda declararse en una próxima convocatoria de Cortes la libertad de prensa. Parece que se ha concedido licencia para la publicación de un nuevo periódico, el Conciso, de la misma forma que se concedió licencia en marzo pasado para la publicación del Observador y el Crisol de la opinión pública. Los datos que me ofrecía el padre Marcos alentaban mi pobre espíritu, cansado de ir y venir por esta tierra ocupada; eran noticias que me llenaban de alegría y que me hacía suponer que la Junta trasladada a la Isla estaba tomando decisiones importantes que llevarían seguro a una profunda transformación de los hechos. Los Regentes, primero Castaños y ahora el Obispo de Orense, andan ocupados en su intento de convocar Cortes.

Es difícil entender por qué fray Damián no había comentado nada de estos cambios políticos trascendentales que se estaban produciendo.

Continuábamos andando, consumiendo las leguas que me aproximaban al Puerto mientras que las balas candentes caían en las cercanías del Guadalete.

Diego de Uztariz.

Continuará

03153017

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