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Diario inédito de un relator apócrifo

Las crónicas de Cádiz (Cap. LXXIV)

  • Resumen capítulo anterior: Carreño, editor del Conciso, esperaba impaciente la llegada del redactor cubano Matamoros. Con aires fastuoso bajo de la fragata Doncella, mientras Diego, que tendría irremediablemente que alojarle en su casa, descubría en él un hombre egoísta y presuntuoso.

Al contemplar de cerca al viajero, mientras recorríamos de prisa por la lluvia las calles que nos llevaban al café de Celis, pude hacerme una idea del exceso con el que se vestía Matamoros. Ya había tenido ocasión de leer cómo el lujo con que lo hacían muchos cubanos era un modo rotundo de diferenciarse de lo mal que se ataviaban los esclavos negros de la isla. Los gustos de estas clases acomodadas, en cierto ascenso monetario, contrarresta cada vez más con el de sus esclavos, a los que no dedican ni una mínima parte de esos beneficios cuantiosos. Me había impactado al leer alguna de las publicaciones de la prensa cubana el modo de referirse a estos esclavos como desharrapados.

Matamoros no se dirigía a nosotros en ningún momento del arduo paseo. Estiraba sus piernas al andar, dando unas zancadas tremendas mientras movía acompasado su bastón con mango de plata como si bailara en el aire. Imitaba claramente la moda extranjera, como lo hacen la mayoría de cubanos, no solo la élite o la gente perteneciente a la aristocracia, lo hacen todos, morenos, blancos y pardos. Al verle y mirarme entendí que el vestirse para este redactor de Santiago era un acto obligado dentro de sus quehaceres diarios. Acaba de atravesar el océano, con un temporal tan intenso que cualquiera hubiera bajado de la goleta a punto de desfallecer. Sin embargo, su atuendo, su estirado cuello embutido en una corbata de seda perfectamente planchada y almidonada, le hacía aparecer como una aparición sublime que acababa de presentarse en Cádiz por arte de magia. La impoluta casaca blanca y el pantalón, de un algodón ligero nada apropiado para estas latitudes, parecían flotar mecidos por el fuerte aire con el que topábamos en las esquinas. De un finísimo hilo era la camisa que se dejaba ver sobre las manos, de largos puños, adornada con botones brillantes de latón dorado, que relucía al contraste de sus manos morenas y alargadas. Lo mismo puedo decir de sus botines acharolados y brillantes, especie llamada en Cuba escarpines, que parecían no haber pisado el salitre de la borda de la Doncella en toda la travesía. Para coronar a este singular sujeto, un sombrero de yarey tan fino que las gotas de lluvia se colaban hacia el engominado pelo, que parecía pintado.

Por más que aligeraba mi paso Ignacio y Matamoros se adelantaban demasiado. Mi manía por describir y escrutar cada rincón del indiano había retrasado mi paso. Por otra parte, pensaba en María y en cómo podría afectarle el ubicar en nuestra casa a este hombre al que desconocemos, por más que Carreño pueda recomendarlo.

Al doblar la esquina de San Francisco, hacia el café de Celis, había parado de llover. Matamoros, que parecía haber estado ya en la ciudad y conocer al dedillo sus calles, sacó un pañuelo de rayas grises y rosa de su bolsillo y se secó la cara. Sin mirar para comprobar si estábamos junto a él, se adentro hacia el café, en ese momento lleno a rebosar por el mal tiempo y se encaminó hacia uno de los reservados que Celis tiene en el fondo del local, justo detrás de la mesa de villar. Tomó asiento mientras llamaba a un limpiabotas para que se apresurara a sacar brillo a sus ya absolutamente limpios botines. Fue entonces y solo en aquel preciso momento cuando pareció percatarse de que estábamos allí, que le habíamos acompañado todo el camino, o mejor dicho que le habíamos seguido. Un habano inmenso apareció de debajo de la casaca; mientras lo despuntaba y encendía, al mismo tiempo que prestaba atención a la calidad del trabajo del pobre limpiabotas, nos miró como perdonándonos la vida y nos pidió que nos sentáramos junto a él.

Nadie se extrañaba de la presencia de este hombre que a leguas representaba ser el cubano prototipo de cualquier novela, que mojaba su cigarro en la copa de aguardiente de caña que acababan de servirle. No me gustaba Matamoros, había decidido que no me gustaba, ni su porte, ni su afán por rememorar en esta tierra otra bien distinta, ni su forma de tratar a la gente que amablemente le servía en el Correo, ni siquiera su cantinela en la voz, que le hacía resultar simpático y dulce cuando yo ya había decidido que no me gustaba en absoluto.

Debía ir a casa a contarle a María que Matamoros iba a hospedarse en casa. La ciudad estaba repleta de forasteros y ya habíamos hablado de que lo más probable fuera que tuviéramos que hacernos con un inquilino como los bandos municipales habían decretado. Pero así, de un día para otro, con alguien con quien puedo tener mucho en común por la profesión, con alguien con quien pudiera hablar mucho sobre la situación en América, pudiera parecer algo muy positivo a María. Pero cuando le viera, cuando entendiera por qué he decidido que no me es grato, sé que habrá problemas. Por otro lado, no puedo defraudar a Carreño.

En esas estaba cuando, estirado sobre la silla, ya con las botas si es que se puede aún más relucientes, con los brazos abiertos sobre el espaldar de la silla que se contoneaba y balanceaba queriendo alcanzar la pared para sostenerse, me nombró:- Diego de Ustáriz,- masculló entre dientes mientras apretaba y mordía fuertemente el cigarro. - Bueno, hombre, cuénteme algo, ande.

Empezaba a tronar fuera y las paredes del café parecían crujir al mismo tiempo que el suelo temblaba. Desde Diciembre del pasado año los bombardeos en la ciudad se han intensificado. Escuchar tan embravecido el cielo daba en los rostros de todos los que allí estábamos la sensación de confusión en el origen de aquellos intensos ruidos.

La verdad es que no tenía ninguna intención de contestar a Matamoros, pero insistió a la vez que dejaba sobre la mesa algunos reales para el limpiabotas. Pensaba en María y en Eduardo, en cómo iba a tomarse que este hombre se alojara en nuestra casa. Ignacio tocó mi hombro, intentando que me esforzara en contestar al extranjero que empezaba a hablar en voz alta sobre los asuntos cubanos y a rodearse de gente que quería oírlo, estos ávidos y curiosos hombres de Cádiz.

Volvió sus ojos negros hacía mí y repitió: - Bueno, Diego, ¿qué puedes contarme? Apenas me dio tiempo de articular palabra cuando concluyó: -Por cierto, Diego, ¿quién lleva mi equipaje a su casa?

Diego de Ustáriz

Continuará

03153017

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