Diario inédito de un relator apócrifo

Las crónicas de Cádiz (Cap. LXXV)

  • Resumen capítulo anterior: Matamoros, el redactor cubano recién llegado en la Doncella, sorprendió a todos por su atuendo, finísima seda, puntillas y sombrero de yarey que no lograba protegerlo de la fuerte lluvia. Mientras el limpiabotas embetunaba sus caros botines en el Café de Celis, el ruido de los truenos se mezclaba con el estallido de algunas de las bombas caídas sobre la ciudad.

El equipaje supuso la excusa perfecta para dejarle en el Café con Ignacio, aunque por su prepotencia entendí que no necesitaba de nadie, y volver a casa para explicarle a María el asunto. Mientras recorría las escasas calles que separan esta del Correo de la de las Escuelas donde vivo, y sin apenas percatarme de que la lluvia arreciaba y estaba calado hasta las huesos, pensaba no solo en María, también en mi hijo al tener que abrirle las puertas de mi casa a Matamoros. No me gustaba ni siquiera su apellido, y sabía que a María, nada más verlo, le causaría la misma sensación que había originado en mí.

En la misma casa había unas habitaciones en la planta baja que en este momento no estaban siendo usadas por ningún comerciante, pensé que quizás a nuestro casero no le importaría arreglar alguna de ellas para instalar a nuestro huésped. Sin embargo, recordando su indumentaria y viendo el grueso de maletas que un cargador gallego, por orden de Carreño, había dejado en el zaguán de mi puerta, adiviné que no se conformaría con cualquier lugar como casa. Nosotros ocupábamos el segundo piso y contábamos con tres habitaciones, además del uso exclusivo de cocina y retrete en el tercer piso, cosa que de quedarse en la asesoría no tendría.

Debía haber hablado con Carreño y saber cuáles son las circunstancias o los detalles que han traído a este hombre a Cádiz, sobre todo en estos momentos en que el trabajo en la redacción del periódico se multiplica y las casas de la ciudad están abarrotadas. Pero no hubo manera, ni pude hablar con él en el muelle, ni sabía dónde encontrarlo a la hora del almuerzo.

Dos baúles de piel auténtica y dos maletas eran pruebas inequívocas de que pensaba pasar en Cádiz largo tiempo, aunque también pensé que un hombre que demuestra en sus formas tal fastuosidad y envilecimiento, bien podía estar sólo un día y, sin embargo, necesitar de tanto equipaje. El mozo me esperaba para saber dónde subir los bultos y entregarme una nota de mi editor, que finalmente me explicaba todo lo que estaba ocurriendo.

"Mi querido Diego, Matamoros es hijo de uno de los grandes hacendados cubanos. Para mayor gloria de su padre, escribe en un periódico cubano sobre asuntos relacionados con la trata de negros, a la cual defiende con su vida. Necesito que se aloje en tu casa. Debo salir hacia la Isla en un jabeque a la subida de la marea. A mi vuelta no dudes que te daré explicaciones más razonables de por qué confío en ti para esto. Ximenez Carreño"

Podía haberse tratado de otro hombre el que tomara asiento en mi casa, incluso este mismo hombre sin su aspecto apergaminado. Pero un hombre que defiende la esclavitud, que escribe sobre ella, que la argumenta, era la persona menos adecuada para compartir la mesa con mi esposa. Sin embargo no tenía ninguna posibilidad de obviar el asunto, ninguna de no prestar atención al requerimiento que me hacía mi editor y ninguna, desde luego, de dejarle en el café sin ir a recogerlo.

María y yo habíamos hablado muchas veces en Madrid sobre la esclavitud. Conocíamos la postura de los ilustrados que llevaron la bandera de la revolución en América y en Francia, todos los hombres iguales, todos ciudadanos. Era cuestión de tiempo que esas ideas se extendieran y era lógico que en las Antillas fueran más difíciles de erradicar que en cualquier otro lugar del mundo. El trabajo en los cafetales, las enormes plantaciones de caña, los ingenios inmensos de tabaco en manos de esclavos africanos no podían ser expoliados de una mano de obra sin exigencias, maltratada, azotada hasta la muerte, sin derechos, en unas condiciones de vida repugnantes. Aún recuerdo los escritos que culpaban a Bartolomé de las Casas de la trata de esclavos negros por haber infundado alma a los indios, por haber dado el mismo trato ante el altísimo a los negros. Matamoros era el prototipo del antillano rico, preocupado por el buen comer, el vestir y el rodearse de mujeres agradables y atractivas, único modo de parecer superior ante la masa de criollos. Pero ahora aquí, en mi casa, junto a los míos, hay un hombre que rechaza los principios de libertad que llevo defendiendo desde finales de siglo, los principios que han costado la vida a tantos hombres buenos. Pensé en los libros que se acomodan en las estanterías de mi sala, Diderot, Rousseau, Montesquieu, Voltaire, y en las ideas de estos hombres por acabar con el absolutismo, separar los poderes, dar la soberanía al pueblo. Tener cerca a los franceses era algo impuesto, no tenía ninguna autoridad para alejarlos. A fin de cuentas, las ideas liberales de la patria de Napoleón eran parte de las ideas de muchos de nosotros, enfrentados en una guerra cruel entre ser patriota o ser afrancesado. Pero tenerle aquí, aquí junto a los míos, tener aquí a una persona que cruza el océano para asistir, como imagino, a los temas que sobre la esclavitud se debaten en las Cortes, es algo que detesto.

Subí despacio aquellas escaleras que me parecieron eternas. Despacio en la esperanza o en la confianza de que no hubiera nadie a quien dar razones. Pero allí, preparando la mesa para el almuerzo, estaba María. Habían sido tantos meses sin saber de mí, sin saber de ella, que ahora todos los aspectos de nuestra vida eran únicos, singulares y llenos. Estaba de espaldas; mientras, Eduardo jugueteaba sobre la alfombra cerca de una copa de picón caliente. María, atenta para que no se acercara demasiado, andaba como en volandas sobre el suelo de la casa, despuntando sobres las enaguas los zapatos rojos que le regalé unos días atrás, hermosa y contenida, con los cabellos recogidos con unas pequeñas peinas.

No era tan complicado Matamoros se alojaría en nuestra casa y compartiríamos la vida de sitiados como ya hacían miles de gaditanos.

Diego de Ustáriz

Continuará

03153017

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