Gastronomía José Carlos Capel: “Lo que nos une a los españoles es la tortilla de patatas y El Corte Inglés”

Diario inédito de un relator apócrifo

Las crónicas de Cádiz (Cap. LXXXVI)

  • Resumen capítulo anterior: La carta del doctor Villarino inserta en el Conciso sobre los escarnios y abusos que se están cometiendo en el hospital de San Carlos, ha causado una gran conmoción en la ciudad. Se han recogido más de tres mil reales con el propósito de aliviar dichos males. Solo la libertad de prensa ha hecho posible que quede escrito para la historia la maldad de estos hombres

La ciudad y el reino están encantados con las últimas disposiciones de la Regencia sobre el comercio del grano. Desde abril las Cortes y el despacho de la Real Hacienda a cargo de Don José Canga Arguelles, muy preocupado por la catástrofe alimenticia a la que esta guerra que parece inacabable nos arroja y por la falta de grano en algunas provincias, han decretado ya que continúe el permiso para la entrada de grano extranjero y a los que se comercian entre nuestros puertos e islas, se va a permitir que sea libre el uso de la moneda procedente de la venta de géneros, e incluso que hasta agosto de este año de 1811 se pueda comerciar con productos hasta ahora prohibidos, siempre que en esa actividad se introduzcan granos. Todo supervisado por las autoridades, para evitar fraudes. Sin embargo, y entendiendo que esto no va a ser suficiente para la demanda y la falta de oferta, las medidas se amplían con la creación de juntas caritativas formada por jefes superiores eclesiásticos y civiles y otros ocho individuos nombrados por ellos. Lo más interesante que ha hecho Arguelles en este sentido es poner a cargo de dichas juntas de caridad a hombres cuya hacienda y riqueza son equiparables a su alto sentimiento patriótico y noble, para conseguir que el grano llegue a los puntos más necesitados. Con la misma intención las Cortes han resuelto en estos días que los géneros de algodón fino ingleses, que en estos momentos se encuentran en España, puedan ser embarcados y conducidos a América, dando para ello un plazo de seis meses y satisfaciendo los derechos a la salida de España para ser introducidos en América, aunque incluso este impuesto se ha reducido en un dos por ciento. No es esta la única rebaja para favorecer el comercio y ejercitar al alza la maltrecha economía, se está favoreciendo la extracción de lana para el comercio por los puertos libres, rebajando hasta quince reales por los derechos de salidas que se cobran por cada arroba de lana, a favor de aquellos que desde aquí a un mes puedan anticipar el dinero de las arrobas que pretenden exportar. Arguelles no duda en buscar los mejores precios, los más competitivos, trigo, cochinilla, lanas, habas, cebadas llegan incluso desde Alejandría.

Es cierto que la preocupación de las Cortes por los asuntos económicos es digna de resaltar. El suministro de pan a los ejércitos y guarniciones está en pleno proceso de licitación, prueba de la intención de las Cortes de regular y hacer transparentes los asuntos de estado.

Pese a esta situación preocupante la prensa se hace eco del inicio de la temporada de bailes en la nueva casa inglesa de tertulia de la plazuela de los pozos de la nieve. Siempre a las siete de la tarde y a cuarenta reales el boleto de entrada por persona. No entiendo por qué se prohíbe la entrada en uniforme militar, cuando la ciudad está llena de ellos. Aunque la razón dada resulta un tanto comprensible, se intenta que no entren mujeres que se dediquen a la prostitución, que son las que normalmente se relacionan con la tropa.

No he tenido ninguna novedad con respecto al paquete que guarda con sigilo Matamoros, lo que me hace estar tranquilo, sobre todo porque no he podido volver a colocar lo que extraje con cuidado en lugar de aquella toalla. He querido tratar el tema con absoluta discreción y por ello esta misma semana, dudando que mi conocimiento de la lengua francesa pueda traducir de un modo fidedigno la información de las cartas, pensé en Benjamín Ducres, francés que desde hace algunos meses trabaja para la intendencia militar española como traductor. María no quiere que entre en este juego peligroso, ella que guarda mis diarios de estos años no concibe que vuelva a poner en peligro mi vida.

Hoy era un día oportuno para seguir con mis indagaciones. Matamoros y muchos otros americanos se encontraban en el puerto esperando ver salir a la fragata Rosario, a la que todos conocen por sus andares como la Marinera; la han forrado de cobre y, armada en corso y mercancía, se dispone a zarpar para Veracruz. El registro ha estado abierto desde hace más de un mes, llenándose hasta la bandera. Hay gente que emprende el viaje de regreso a una tierra que empieza a emanciparse. Otros, como Matamoros, andan embarcando paquetes y más paquetes envueltos y acordonados con la misma cinta que el paquete que guardaba en su cuarto.

Cerca del café de Correos se encuentra una pequeña librería, a la que llaman los gaditanos del Cerezo, justo frente a la tienda de la Verónica. Eusebio, el librero al que María conocía bien, era un hombre encantador que había colaborado asiduamente en el pertrecho de las escuelas para los niños durante el bloqueo inglés y siempre de un modo u otro había sido capaz de colocar en sus escaparates las últimas publicaciones de Francia. Mañana, día 26, se celebrará un examen de taquigrafía en el noviciado de San Francisco. María, que ha decidido presentarse como suscriptora a este curso, me pidió que recogiera en la librería de Cerezo el pequeño librito que le servirá para su preparación. MI esposa quiere contribuir a la economía doméstica y no encuentro más que razones positivas para motivarla a que lo haga. Siempre la he animado a prepararse y a igualarse en conocimiento y saber, en todo lo que pretenda, a los hombres. Aunque el examen lo tenía preparado desde aquellos días en que vivíamos en Madrid, quiso ver dicha publicación antes de hacerlo. Me encaminé temprano con el propósito de volver a casa y dejárselo antes de marchar hacia la oficina del Conciso. Al fondo de la pequeña librería, frente a la calle Verónica, Eusebio discutía en voz alta, airado y enojado con un hombre al que reconocí enseguida, Matamoros. Procuré que no me vieran y me quedé rezagado en la puerta, intentando escuchar la discusión entre los hombres. Matamoros ofrecía dinero al librero, al que no le convencían ninguna de las cifras que el cubano le daba. Creí, al ver el bulto que Matamoros depositaba sobre uno de los mostradores, que se trataba de la compra de algún libro antiguo, alguna curiosidad singular propia de las excentricidades del americano. Me aproximé a la pequeña ventana que el establecimiento tenía en uno de sus lados, estaba abierta y procuré que no me vieran colocado en el vano. Eusebio repitió en voz alta de nuevo que no era suficiente, que corría el riesgo de morir si alguien pudiera enterarse de sus negocios, y que no quería exponerse. Matamoros empezó a abrir el paquete. Era el mismo que yo había liado con la toalla dentro, aquel donde estaban las cartas y la bandera francesa que me había llevado para traducirla y que aún conservo guardada en casa, en espera de encontrar alguien a quien confiar su secreto.

No lo dudé un momento, si abría el paquete todo se descubriría, habría perdido y no podría enterarme de todo lo que estaba ocurriendo. Entré haciendo todo el ruido posible, saludando de forma exagerada a Eusebio. Matamoros guardó el paquete bajo la levita y agarró uno de los tantos libros que tenía cerca.

Diego de Ustáriz

Continuará

03153017

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