Jueves Santo Horarios, itinerarios y recorridos del Jueves Santo y Madrugada en la Semana Santa de Cádiz 2024

Diario inédito de un relator apócrifo

Las crónicas de Cádiz (Cap. LXXXIII)

  • Resumen capítulo anterior: Lapeña obró sin medir las consecuencias para esos hombres en el pinar de la Barrosa, hombres que debieron combatir en soledad. Ni siquiera estaba presente, ni lo estaba él ni ningún miembro de su Estado Mayor. Quizás si hubieran estado presentes se hubiera conseguido la liberación de Andalucía.

A pesar de los malos tiempos de la guerra, cuando la sangre corre intrépida por los campos de batalla y los hombres mueren por la defensa de no sé ya qué ideales, las flores cubrían los árboles de la alameda. Se engalanaban los balcones como tras años, por el paso de las estaciones, de olorosos geranios y de claveles. Brotaban solos, sin esperar manos cuidadosas, ahora empeñadas en otros menesteres, trepaba la yedra menuda por las paredes de los cuarteles cercanos al Bonete y por los viejos troncos de los robustos ficus que asomaban tímidamente sus ramas a la balaustrada frente al Carmen, en un vaivén continuo por aproximarse al mar.

Olía a clavo, a romero y a alhucema en la cubierta de los barcos, el calor de la estación que se aproxima potencia el uso de sahumerios en la cubierta de los navíos en espera de ahuyentar las malas y pútridas fiebres que matan a tantos hombres y mujeres. La primavera está latente en el ambiente; la plaza de San Antonio, la calle Ancha, un hervidero de gente que pasea a uno y otro lado en un ir y venir hablando de las cuestiones de una guerra que cada día se hace más pesada y más incómoda.

A pesar de que las últimas noticias cuentan que la expedición de Zayas sobre Moguer ha sido un éxito, a pesar de que Arguelles implacable defiende la desaparición de la tortura y de la venta de negros, a pesar de las leyes que intentan favorecer el comercio con los puertos de América, a pesar, en fin, de que las conversaciones y discusiones de las Cortes llegan a la calle, el pueblo a través de los periódicos que a diario salen a estas calles gaditanas está ávido de noticias, exigiendo una y otra vez que no haya sesiones secretas y que cuanto sea de importancia para ser hablado en las Cortes sea podido oír por todos los ciudadanos. Ciudadanos de Cádiz, a los que despistan impunemente las contradictorias opiniones sobre los dirigentes de esta Patria, si no ¿cómo entender las exequias celebradas en la Iglesia de los Carmelitas el día tres de este mes de Abril que huele a flores, por un hombre como Alburquerque? La pompa fúnebre del templo, la asistencia de personajes ilustres y Ministros, las velas encendidas en todas las capillas, los grandes jarros de platos colmados de azucenas y alhelíes, las salvas de artillería y descargas de fusilería de Guardias Españolas Voluntarios Distinguidos de Cádiz, Regimientos de la Patria, Guadix y España, toda la solemnidad merecida a un hombre que apenas hace un año fue acusado de traidor. Retumbaron sobre la copa de los frondosos árboles de la Alameda las canciones patrióticas que erizaban el vello a todos los hombres y mujeres que, volubles por la condición del ser humano de ser convertidos según las ideas de los otros, se resistían a sentirse culpables por su pronta e injusta muerte en la fría y triste Inglaterra.

Los mismo ejércitos a los que Alburquerque procuró la gloria, aquellos hombres descalzos y hambrientos por los que expuso su vida, ahora se persignaban ante el Santísimo, rogando que el cielo perdonase lo que cualquier hombre de bien que conociera a Alburquerque no le perdonara nunca.

Y si ahora es el Señor Agar el que sustituirá al Señor Blake como presidente de la Regencia, no tenemos demasiada fe en que la solución a los asuntos de la guerra se resuelva con celeridad. Truenan y retumban en las calles los fuegos desde el Portazgo, la Aguada y Puntales, a los que se añadió el fuego de las lanchas, hacia Monte Corto y el molino de Almansa, donde el enemigo refuerza su artillería. Suenan los cañones mezclados con la algarabía de esta calle Nueva repleta de mercaderes y de tratantes de comercio. Parece irreal la conjunción de vida y muerte de esta Cádiz que huele a escollos y a un mar que tiende a suavizarse, de esta ciudad donde la vida se palpa desde las mismas escalas de los barcos y la muerte a la orilla de la bahía con solo asomarse y contemplar el destrozo de las balas en las defensas de extramuros.

Le vi entonces, salía de la imprenta de Niel en la calle del Baluarte muy cerca de san Francisco, justo cuando volvía a casa. Matamoros, al que el cambio de estación le había proporcionado una tez si cabe más oscura, parecía querer protegerse de las miradas de los viandantes. Me extrañó que conociera al impresor y si lo conocía me resultaba raro que fuera a la imprenta a estas horas de la tarde. Hacía unos días que María me había advertido que no dormía en casa, que ni siquiera iba a la hora de la comida, como era costumbre desde que se hospedaba en mi casa. Los acontecimientos ocurridos en estos meses, sobre todo lo concerniente a la batalla de la Barrosa y a las expediciones que han intentado de forma infructuosa acabar con el asedio, me habían apartado de mi hogar y no había tenido ocasión de fijarme en este hombre, al que simplemente ignoraba.

Salía cargado de papeles, es normal que se puedan comprar en los despachos de las imprentas los periódicos más acreditativos y las publicaciones, cartas y libros. Sin embargo no era normal que en la misma puerta de la imprenta le esperara uno de esos hombres reconocidos públicamente por sus negocios turbulentos y sucios. Le reconocí no solo por su atuendo, ya le había visto tratar asuntos de estraperlo en el café de Celis. Su gorrilla calada hasta las orejas, sus pantalones gastados y el pañuelo anudado al cuello le hacían pasar por uno de esos pimpis de Cádiz que deambulan por la ciudad en busca de negocios de cualquier índole. Oscurecía. Las calles empezaban a ser alumbradas por los hachones y velas en la parte superior de las casas. Decidí seguirlo, necesitaba saber dónde iba y por qué, a pesar de su osadía diaria por hacerse notar y hablar de cuanto se asomaba a su boca, había algo en él que era oscuro, algo que quería adivinar antes que nadie, desenmascararle y demostrar que no era el redactor enviado a las Cortes desde Cuba para informar a los isleños.

Diego de Ustáriz

Continuará

03153017

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