Bicentenario

Las crónicas de Cádiz (Cap. LXXXVII)

  • Resumen capítulo anterior: Ustáriz sorprende a Matamoros cerca de la calle Verónica, en la librería del Cerezo, mientras mostraba al propietario algunos de los documentos que tan celosamente guardaba bajo la cama. Era necesario recuperar esas cartas, traducirlas y desenmascarar al cubano a los ojos de los fervientes gaditanos del café de Correo, a los que tiene hechizados con sus aires de patriota.

Tuve que hacerme del valor suficiente para atreverme en estos pasados días a dar el paso definitivo que me permitiera descubrir al cubano. Fue necesario aprovechar aquellas horas que pasaba escuchando las discusiones de las Cortes para descifrar la carta que aún creía escondida en la pequeña talega verde. Necesité confiar a María, única persona en la que podía hacerlo completamente, la traducción. Ella conocía el idioma, y, sobre todo, sabía la importancia de que no traspasara nuestra puerta ningún comentario sobre el hallazgo. Prometo que he intentado convencerme de que quizás solo se tratara de una carta entre amigos, incluso de un papel de negocios; sin embargo, la fecha 16 de abril de 1809, el sello y el escudo de la casa de los Bonaparte me hacían pensar lo contrario.

Fue en una mañana de las últimas semanas de mayo cuando decidí entrar en su habitación y comprobar si el saquillo se encontraba en el mismo lugar donde lo había dejado. Había salido temprano, con la intención de acudir a la aprobación de una de las leyes de las Cortes. Avisó de que no iba a volver a comer, que tenía cita con unos compatriotas cubanos que se encontraban en la ciudad. Estaba en el mismo lugar donde lo dejamos. Quizás lo dejara el mismo día en que estropeé su entrega al librero, imagino que en espera de encontrar un mejor momento para entregarlo una vez le hube arruinado la entrega de aquel día.

María, sentada en el pequeño sillón de nuestro dormitorio, extrajo del cajón de la comodilla las cartas francesas y algunos mapas donde se describía, por los signos, alguna batalla. Escritas en tinta rojiza, mostraban una letra hermosa y redonda que se esparcía por la cuartilla en hermosísimas filigranas en algunas de las letras. María conocía muy bien el idioma y fue anotando en un papel en blanco todo cuanto leía. No quise interrumpirla hasta el final. Yo también conocía esa lengua, había convivido con franceses desde que era un niño en San Sebastián; sin embargo, la precisión que requería su traducción quise dejársela a ella, capaz de leer libros de filosofía y ensayos políticos de la mano de los autores franceses padres de las revoluciones pasadas. Apenas tardó, y leyó para mí cuanto ponía la primera de las cartas:

Dieciséis de abril de 1809

Hemos contactado en estos días con Don Franciscano Castellano, uno de los Oficiales españoles destinados en la Isla de León, del que tenemos noticias lleva operando a favor de los franceses desde que comenzó el sitio de Cádiz. No ha tenido ningún reparo en darnos noticias del estado en el que se encuentran la ciudad de Cádiz y la Isla, de cuántas operaciones emprende y de la situación de los ejércitos. La comunicación se realiza a través de una señora francesa que se aloja en una habitación próxima a la de Don Francisco, con la que se le relaciona. La posada donde se encuentran ambos individuos está situada junto a la Iglesia del Carmen.

Apenas acababa de leerla, sin dar crédito a lo que de modo tan contundente estaba escrito, cuando decidí copiar en una hoja los datos que las cartas aportaban , nombres, calles, de forma que quedara cierta constancia del relato una vez decidiera si devolvía los documentos a su lugar o me decidía a entregarlo a la justicia. Estaba claro que aquello era alta traición. Solo puedo imaginarme un motivo por el que Matamoros tuviera esta misiva tan peligrosa: o era un coleccionista de documentos franceses, lo cual nos negábamos a creer, o lo que resulta más lógico, participa como confidente de los franceses mientras se muestra en público como un magnífico y entregado compatriota americano preocupado por los designios de España.

Un mar de preguntas nos asolaba mientras Eduardo, ajeno a todo lo que ocurría en la casa, pedía a gritos que María le aupara en brazos, siendo yo el que finalmente lo alzaba para que ella pudiera continuar leyendo.

Julio de 1809

Las Armas de la Corona en adelante constarán de un escudo dividido en seis cuarteles, el primero de los cuales será el de Castilla, el segundo el de León, el tercero el de Aragón, el cuarto el de Navarra, el quinto el de Granada, el sexto el de las Indias, representado éste según la antigua costumbre por los dos globos y dos columnas; y en el centro de todos los cuarteles se sobrepondrá el Águila que distingue a nuestra Imperial y Real Familia.

Aparecía en toda su inmensidad el amor que Matamoros profesaba a lo francés. No cabía duda de que se trataba de uno de esos fascinados afrancesados que llevaban al máximo extremo su defensa de Napoleón, a costa de la traición y el deshonor. ¿Rendía culto al nuevo escudo o simplemente guardaba en secreto una colección de cartas que por su valor podrían tener un alto precio en el mercado? Tomaba nota de cuanto María leía mientras intentaba que Eduardo se entretuviera con algunos de los juguetes que se encontraban en la alfombra.

La tercera carta nos dejó estupefactos, se trataba de una partitura, perfectamente elaborada, que no hubiera tenido mayor importancia si ésta no se hiciera acompañar por una carta cifrada

-El gobierno ha aprobado lo que hemos propuesto sobre la fabricación de armas y el auxilio de los soldados. Recibiremos remesas pronto de fusiles y de munición pesada, ya avisaremos mediante el amigo que usted conoce.

Debía pensar muy bien qué hacer con toda esta información, lo primero era tomar apuntes de todo lo que podíamos leer y volver a colocarlas en su lugar, para que no pudiera darse cuenta de que teníamos en nuestro poder la información que podría condenarlo a muerte.

Diego de Ustáriz

Continuará

Espionaje e inteligencia militar

03153017

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