El magnífico poeta Juan Mena, cantaba como nadie las huertas de la Isla. En la mañana, cielo azul y nubes, como un mudo rebaño de corderos. Abajo el verde del pinar movido, el verde claro y leve del almendro, el verde mate del nopal y el verde, más luminoso e idílico del huerto… Y daba paz con esa música versal. Uno añora los callejones que llevaban a esas huertas, el olor del estiércol, flores, pastos, la piara de reses en la pradera de siglos por caño de Herrera, el surtidor de sombra y sueño del ciprés, el cíclope del eucalipto alzado en tantos sitios, algunos incluso casi a la orilla del caño.

A lo mejor es que fue una isla idealizada, no idílica, donde teníamos más sueños que temores, un tiempo más limpio y comunicativo, y, por qué no decirlo, con amigos más amigos que estos de ahora de los likes sociales.

Hay una trilogía de amigos y recuerdos que casi son calles, todos. El pintor José Martínez Pepiño, el escultor Antonio Bey y el doctor don Juan García Cubillana, al que le queda menos para ello, después de la medalla.

Esa isla se me vino a la resurrección de los recuerdos, cuando leía evocativo, la entrevista del doctor García Cubillana, en Diario de Cádiz, donde cuenta cómo en el obrador estudio de Bey, en la calle hermanos Laulhé, posó con las anillas, en esa postura que Blume definió como el Cristo, y cómo el escultor se embebiera intenso en la talla, y el doctor Cubillana con los brazos abiertos en postura ya incómoda.

Esa es la Isla, la que también ellos pasearon, la Isla de Villalatas, la pobreza e infravivienda de Villalatas, retratada en un censo ordenado por el Consistorio en un documento social sin precedentes, que describiera Arturo Rivera, que yo como archivero descubrí, con las familias retratadas en las puertas de las casas con todos sus integrantes, en padrón fotográfico. La del Manchón Garrido, la Casería, el Zaporito, reino de huertas y de hambres.

Y la lenta tristeza a la que le faltaba cal. Calles mal empedradas, aceras rotas, los tercos vinagrillos con su tesón dorado, el rumor de los caños que nunca se sosiegan, que corren ahora para el cerro, ahora para el Zuazo. El caño no es río ni mar, tan sólo es una corriente/ como un viento por la frente/ cuando se empieza a sudar. El caño sólo es andar y pararse en la salina/ parir gusana y coquinas/ y acabar en los esteros/ entre lisas, salineros/ y el verdor de la sapina.

Todavía, en la Casería quedan vestigios de lo que fue huerta. Allí sólo saben vivir los yerbajos, matojos y restos de arbustos.

Mena, el gran Mena, de Luis Berenguer, la describía así. Desde las azoteas se ve el pueblo/ tendido en la quietud de la marea/ que le da un fuerte abrazo y la clausura:/ geografía celosa y centinela/ ¿de qué? ¿de sus salinas, sus esteros, / su puente, sus acacias, sus palmeras, su paraíso de dormido tiempo, retiro luminoso de la tierra? Fortuna ad versum. Ínsula.

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