Puente de Ureña

El aire, que no el viento

Toda semilla es corazón y toda sombra, la identidad del sol que nos alumbra

El viento es como el tiempo. El tiempo no existe si no lo percibimos. Creado por el hombre, el tiempo lleva la mala conciencia de lo que dura demasiado. Y mata. A veces, es un sumidero del olvido, otra un desnivel de la memoria, siempre el pasaje efímero de toda nuestra vida, con su mar de intimismos y silencios.

Con esto del levante, recordaba la otra tarde a Luis Berenguer. El escritor que tuvo fama y premios de "primerísima línea", el Nacional de Literatura "Miguel de Cervantes", el de la Crítica, el Alfaguara. Y no como ahora, que van de lo mismo, sin premios, ni distinciones, ni siquiera diplomitas locales.

A don Luis Berenguer Moreno de Guerra no le gustaban los emergentes. Se confesaba como muy parcial. Le encantaba la poesía de Juan Ramón, Vallejo y Juan Mena y entre las “figuras” locales, había algunos con los que no hubiese tomado ni agua.

Fue jurado de premios importantes. Entre ellos el Premio de Novela "Ciudad de San Fernando" fallado con Rafael Guillén, uno de los mejores poetas de entonces, en el Hotel Luz-Sevilla, del que resultó ganador José Luis Ortiz de Lanzagorta, con su novela El Aplazamiento.

Luis Berenguer tenía un especial aprecio por Enrique Montiel, por Juan Mena, por Antonio Bocanegra y algo por este escribidor.

La tarde aquella, que de pronto recuerdas, con su color clavado por sobre las veletas, la mar lamiendo el Zaporito con reventazón de las mareas. A Luis le gustaban los pescadores como mí, que demostrara en Marea Escorada. Las veletas de la Iglesia, apuntalando el viento, cuando Juan Mena y yo, que estábamos ultimando la presentación de un número de la revista Gaviota de poesía, nos lo encontramos en la puerta de la Mallorquina. Venía con Elvira, su esposa, del Hospital de San Carlos, porque no se encontraba bien, no respiraba bien. Aunque él se hubiese ido mejor a cazar a Alcalá, dijo, donde el viento del campo le quitaría esas tonteras. Vestía un abrigo azul marino. Elvira dijo que su hija Nena había resaltado lo joven y guapo que veía a su padre.

Aquella tarde/noche murió de súbito, en medio de una carcajada remanente de algo que le contó su hija.

Ya es figura sobre el silencio. Como lo fue Gironella que vivió en esta ínsula en la calle Pérez Galdós, el novelista de Los cipreses creen en Dios y el Millón de muertos, o como, también, el novelista Palacio Valdés que cuando vivió en la Isla, en la plaza del Cristo viejo, entró en el costumbrismo en la exaltación de montañeses, toreros, pícaros, dipsómanos, ipsomanos -ojo, vox nihili- y perogrullos ilecebrinos. Porque hoy le rindo recuerdos, a los que son en el aire, un rótulo de calle, al menos, sobreviviendo el nombre al viento que borra obras. Porque toda semilla es corazón y toda sombra, la identidad del sol que nos alumbra.

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