Santa María del Mar de Cádiz, la playa de los jóvenes que no pasa de moda

Decenas de pandillas de adolescentes se reúnen cada día en este arenal gaditano que ha construido su identidad con el carácter de la juventud, con y sin balón, durante generaciones

La indignación de un bañista de la playa de Santa María del Mar de Cádiz: "Estamos cansados de pelotazos"

Una vista de la playa de Santa María del Mar de Cádiz. / Miguel Gómez

Aunque haya llegado el verano, territorio de los best-seller, no existe todavía lectura fácil que haya escrito la solución a problemas complejos. Problema, quizás, es una palabra demasiado grande para lo que se cuenta –con más o menos grandilocuencia– en la playa de Santa María del Mar de Cádiz, puesta en boca de propios y ajenos este estío por una falta de entendimiento entre los usuarios y –no queremos echar balones fuera– algún capítulo violento tan intolerable como puntual con las fuerzas de seguridad. Por ello, sin ánimo de volcar arena sobre comportamientos que nos avergüenzan a todos, hemos intentado hojear/ojear la playita que se recoge entre dos espigones para leerla entrelíneas y, con suerte, divisar alguna respuesta a este aparente clima de mar revuelta. Afortunadamente, Santa María del Mar, los Corrales o la playita de las Mujeres –pónganle ustedes el título– es un libro abierto donde hemos subrayado dos palabras: Juventud e identidad.

Eso ocurre: Decenas de pandillas de jóvenes, con sus ganas de ver y ser vistos, que hacen de balones y altavoces, banderas para marcar territorio en un arenal de unos 630 metros oscilables entre mareas. Eso ocurre y eso ocurría. Pues generación tras generación de gaditanos púberes y prepúberes han escogido a Santa María del Mar como su playa en algún momento de la adolescencia, forjando su identidad a la vez que han contribuido a imprimirle el sello propio a este pedacito de Cádiz. Una playa que una vez –en los años cuarenta del primer franquismo– quisieron privatizar con un proyecto que la convertía en coto exclusivo para una promoción de villas y casitas de alto poder adquisitivo. No salió adelante. Se salvó. Como se ha salvado de sus peores épocas, cuando se cerró al baño en los setentaenvenenada por los residuos urbanos que se vertían desde el Campo de Sur o cuando en los 90 se hundió un tramo de su ladera quitando la vida a cuatro personas. Fue entonces –suele ocurrir– cuando las administraciones emprendieron su reforma, regresando el abrazo ciudadano a una playa que siempre quiso ser playa para todos.

Desde entonces, Los Corrales –su título para mi generación– ha sido la eterna playa de moda para la juventud. Quizás porque se parece demasiado a ella. La misma belleza en apariencia serena que encierra unas corrientes impredecibles. La playa donde probar los límites.

Grupos de jóvenes juegan al balón en la orilla de Santa María del Mar. / Miguel Gómez

“Ni más ni menos que lo de toda la vida, eso pasa aquí, la diferencia es que ahora los jóvenes tienen más pocavergüenza”, que dice un vendedor ambulante con años de carretilla a sus espaldas. Más pocavergüenza, sí; menos complejo ante la autoridad, también; y hasta menos futuro en la ciudad, si es que nos da por girar la cabeza, contemplar los maravillosos pisos que la envuelven, y hacer la cuenta de cuántos de estos chicos y chicas podrán aspirar a algunos de ellos cuando les llegue la edad adulta. “Sí, señora, pero eso no está reñido con la educación...”

... Cierto... Seguimos caminando y leyendo y, por más que intentamos dar con la disonancia, sólo encontramos los mismos rituales de siempre, los mismos roneos, la misma picardía en torno a la escalerilla. Porque es en este punto de encuentro donde hoy, como 40 años atrás, se concentra la chavalería, que es de todos los sitios, hasta de otras localidades de la Bahía llegan en tren y en autobús, municipios, y puede que no sea casual, en los que muchos gaditanos de la generación anterior tuvieron que construir su futuro. Pero Santa María también es del barrio de Santa María, que se da cita en los dominios de la piedra-barco y hasta del beduino de pedigrí y el turismo esporádico que salpica el avance hasta la escalera de caracol. Todo está perfectamente compartimentado. Las playas tienen su mecánica interna, que no está recogida en una ordenanza. Normas impuestas por la fuerza de la costumbre, esas suelen cumplirse.

La ordenanza, ay la ordenanza... Reglas y juventud. Orden y rebeldía. Conflicto eterno que ha inspirado mil y un manuales de crianza sin ninguna receta única para fortalecer el Contrato Social, que en esta playa dicen que está siendo rasgado a balonazos.

Escalerilla de la playa Santa María del Mar de Cádiz. / Miguel Gómez

Una pareja de policías se pasea con uno bajo el brazo y, no, no van pidiendo partido. Otros dos miembros del Cuerpo de Policía Local acaban de requisar otro esférico al equipito mixto que está en la orilla. No ha habido resistencia, ni tragedia. Los jóvenes se marchan, un poco chafados –nos han cogío– hacia sus sillas. ¡Sus sillas! Vienen con sillas de playa, y con sombrillas, y con neveras, y cepillos de pelo, y un cargamento de cremas solares... La toallita, camiseta de propaganda, llave y vámonos sí que ha pasado de moda. El dress code playero tiene ahora otras exigencias, quién sabe si dictadas por una mayor concienciación de los peligros a la exposición solar o por la dictadura del skin care.

Vienen con sillas, vienen con móviles. No los queremos sentados, no los queremos mirando la pantalla que les devuelve el contenido extremo que los maleduca, que los atonta. Pero tampoco los queremos levantado arena, pisoteando nuestras toallas con su trote salvaje, dando pelotazos a diestro y siniestro de la orilla a la mar, de la mar a la orilla. La juventud molesta. Siempre ha molestado. Sus ruidos, su atolondramiento, su altanería. La juventud es un desafío porque nos desafía. Porque nos recuerda lo que somos, lo que ya no somos y lo que perdimos.

En la playa de Santa María la bomba del extrañamiento es quizás más potente porque ocurre en una lengua de arena. Son muchos, sí, son muchos. Son muchos porque tienden a buscarse – “a mí me gusta ir a Santa María porque puedo ir sola que sé que siempre me voy a encontrar a alguien”/ “porque están los de mi clase”/ “porque está todo el mundo”/ “pues, yo qué sé, porque sí...”– y porque todos nos hemos sentido alguna vez pez grande en pecera pequeña.

Jóvenes tomando el sol en la playa Santa María del Mar de Cádiz. / Miguel Gómez

Pero el cristal es frágil, los pelotazos lo están reventando. “Cualquiera de vosotros, sin querer, le puede dar un balonazo a mi nieta y que luego vengan y pidáis perdón, pero eso no tiene perdón porque vosotros no tenéis derecho a jugar a la pelota cuando hay tanta gente”, decía un usuario de la playa en un vídeo que se ha hecho viral hace unas semanas.

“Es que hay unas normas, y las normas dicen que no se puede jugar, antes tampoco y se hacía, vale, pero es que ahora hay zonas para eso”, vienen a decir otros vecinos sin pantalla intermediaria. Áreas habilitadas en la playa Victoria, que tiene metros para aburrir. “En Santa María, también le pasa a La Caleta, no hay sitio”, razonan otros usuarios sobre estas dos playas de barrio donde sí caben hamacas y sombrillas de alquiler, será que la ley de Hubble saca la patita cuando quiere, el universo está en expansión...

Pero como la astronomía se nos escapa, como donde acaba el conocimiento empieza la especulación, y como no hay lectura fácil que escriba la solución a un problema complicado, sacudimos la toalla, nos enjuagamos los pies como quien se lava las manos ante lo inevitable, y subimos la escalerilla con más preguntas que respuestas, pero convencidos de que ni la playa de Santa María del Mar, ni nosotros, hemos cambiado tanto.

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