De libros

Los hechos del rey que fue y será

  • Mondadori reedita este verano los títulos de la saga artúrica del inglés T. H. White, las cuatro novelas de 'Camelot' y 'El libro de Merlín', que se encontraban hasta ahora descatalogados en el mercado español.

En los mitos, precisamente porque son mitos, la historia es siempre la misma y siempre diferente. Por eso algunos prefieren que sea el viejo Malory (La muerte de Arturo) el que ordene el cuento; otros, al engolado Tennyson (Los idilios del rey); otros, al plúmbeo Steinbeck (Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros); otros, la versión pagana y feminista de Zimmer Bradley (Las nieblas de Avalon).

De todas las historias, la versión de White -que Mondadori reedita ahora al completo, tras haber estado descatalogada- probablemente sea la más amable al lector. T. H. White era un gran erudito y un gran misántropo. Y debía ser, también, dolorosamente consciente de ambas características, porque su versión de las leyendas artúricas es la más cercana y la más humana.

White concibió su ciclo artúrico bajo cinco títulos, que pensaba agrupar bajo el nombre común de The Once and Future King -en recuerdo al epitafio de la supuesta tumba de Arturo-. Cuatro de esos títulos -La espada en la piedra, La reina del aire y las tinieblas, El caballero mal hecho y Una vela al viento- se publicaron en España bajo el epígrafe comun de Camelot. La última entrega, El libro de Merlín, vería la luz por separado, casi veinte años después que los anteriores textos, y White murió antes de poder corregir las galeradas.

Debía de ser -piensa uno- un tipo encantador. Alguien capaz de hablar de la belleza en los dibujos de los líquenes; de percibir que las patas traseras de un erizo son "patéticas e indefensas"; temeroso ante los brotes de crueldad y locura, y extremadamente sensible respecto a lo único, lo frágil, lo bello en mundo, respecto a las carencias humanas.

Jugando a las anacronías -ese juego que tanto le chiflaba-, tanto White como su rey Arturo hubieran sido excelentes compañeros de patio del biólogo Michel, el personaje que Houllebecq presenta en Las partículas elementales: víctimas de pulsiones compasivas absurdas, como unir los trozos de una regla rota, mientras el resto de los niños se dedicaban a cortarles los cuernos a los caracoles. Para ese tipo de sensibilidad, en efecto, el mundo entero es un chirriante, ensordecedor holocausto.

Más que encantador, T. H. White era un hombre aterrado. No temeroso de Dios -nos dice su biógrafa-, sino de los demás. Tal vez su infancia -emocionalmente limitada, con una madre fría y distante y un padre alcohólico- terminó configurando su pobre interacción con sus semejantes. Académico brillante, al cumplir los 30 decidió que había tenido suficiente del mundo y pasó un año retirado en un refugio en mitad del bosque -fruto del cual fue el dietario naturalista England Have my Bones-. Nunca como entonces, con la única compañía de su perra y un par de halcones, sería tan feliz. Lejos de aquello que le perturbaba, del miedo a la enfermedad, al dolor, a sus "vicios" y a la violencia.

"El principal tema del Camelot de Malory -explica él mismo-, es la repulsa a la guerra". Alienado por el estallido de la Segunda Guerra Mundial -que vivió en Irlanda-, ése será, también, el principal tema de su saga. Cazador de vocación naturalista, como Delibes, White se dolía de que la especie humana fuera la única capaz de ejercer violencia organizada contra los de su propia clase. Pero también es la única con la opción de transcender, de mejorar y dar ejemplo. Ése es el mensaje esperanzador que nos transmite.

"Lo mejor contra la tristeza es aprender algo -le aconseja Merlín a Arturo, la lección que Malory seguiría toda su vida-. Es un remedio que no falla".

Quizá uno de los mayores logros de su Camelot sea que no dejamos de ver en ningún momento al huérfano verruga (Wart, su mote de infancia) en el que será rey Arturo. Al chico que es proclamado, sin quererlo, rey de Inglaterra, arrancado de repente de los únicos momentos felices de su vida: los que encontró al lado de un misterioso mago que vivía al revés (como Benjamin Button) y que era capaz de transformarlo en todo tipo de animales.

En el primer libro del ciclo, La espada en la piedra -el texto que adoptó Disney-, Merlín hace conocer al joven Arturo todo tipo de sistemas políticos. Desde el desorden primigenio (un pez), al feudalismo (halcones), los totalitarismos (las hormigas) o una anarquía amable, basada en la tolerancia y el bien común (los gansos).

Probablemente fue esta vocación de etólogo lo que transformó a White en un excelente conocedor de la condición humana, más allá de sus carencias relacionales. ¿Qué es lo que hace al hombre ser malvado? ¿Somos todos unas pobres criaturas dignas de afecto? ¿Cómo podemos transcender, dejar a un lado nuestra bestialidad? ¿Merece la pena luchar por lo justo en mitad de esta continua carnicería? White responde, o trata de responder, en sus textos artúricos. No extraña que la mayor parte de la saga tuviera la guerra como fondo.

El primero de los títulos que escribió en el aislamiento de la Irlanda rural sería The Witch in the Wood, texto que daría lugar a La reina del aire y las tinieblas: la novela que se centra en la figura de la hechicera Morgause y en el desestructurado clan de Orkney y que es, por tanto, la más imbuida de tradición celta. Durante su "exilio sentimental", T. H. White trató de enraizar en los asuntos irlandeses: quiso alistarse en las fuerzas locales y profundizó en su ascendencia irlandesa; unas aspiraciones que fueron frenadas, al cabo, por su condición de inglés -una característica imposible de ignorar en la recién proclamanda Eyre-. Todo la cuestión celta aparece en La reina de la oscuridad y las tinieblas, explicando lo que eclosionaría en un enfretamiento secular entre civilizaciones. White recrea los mitos paganos, la desolación del norte, al santón Toirdealbhach, las celdas como túmulos para dibujar lo que resulta ser, claramente, un universo diferente al de la merry England que también (y tan bien) dibuja en la cotidianeidad de su Camelot.

Pues otro gran mérito de White reside en ser consciente de que la recreación idílica del pasado era una falacia imposible, tan irreal que se permitía coquetear con elementos mágicos. Eso sí, como mentira, era encantadora: "Hablamos de cuando no había desempleo, porque había muy poca gente a la que emplear, y los unicornios retozaban con sus pezuñas a la luz de la luna".

En la realidad de Camelot hay dragones que sisean, grifos y hadas que no soportan el hierro. la doncella Elaine está retenida, como dice el mito, en su prisión de agua hirviendo "desnuda como la cabeza de una aguja". Pero ni siquiera en el ámbito de lo imaginario es capaz de dejar de señalarnos la inverosimilitud: la Bestia Bramadora es poco más que un teleñeco que se enamora de sus captores, sir Pelinor nos recuerda al Caballero Blanco de Alicia.

"Probablemente, la mayor cualidad de Ginebra es que era humana: a ratos leal y desleal, generosa y mezquina", nos describe White. Ésa es, también, la principal cualidad de sus personajes. Es terrible la desesperación que traslucen los hijos de Morgause al matar a un unicornio en un intento inútil de complacer a su madre. O el giro de tuerca que White le da al mito de Lancelot en El caballero mal hecho, convirtiendo al caballero de infausto destino (mal fète) en el luchador feo, medio deforme. "Siempre sintió que, de alguna manera, su condición lo separaba de los demás", se nos explica.

Y hay algunos humanos que resultan ser, en efecto, "demasiado humanos" para el gusto de White, en los que el afán destructor ha ganado la partida: sir Galahad no es aceptado por muchos caballeros, ya que es "tan perfecto que resulta inhumano". Está el turbio Agravaine, que mata a su madre por unos celos incestuosos. O el perturbado Mordred, siempre en guerra, apuntalado en su desgracia, fascista en su inferioridad.

"La historia de Arturo es una auténtica tragedia griega, comparable a la de Orestes -se justificaba el escritor, hablando de los textos de Thomas Malory-. Tuvo que pagar por la transgresión de su padre; y los hados hicieron que él mismo tuviera que realizar otra transgresión, atándolo a la tragedia".

Hijo bastardo de Uther Pendragón, que asesinó al que debiera haber sido su padre legítimo, Arturo concebirá un hijo incestuoso (Mordred) con una de sus hermanastras. Aterrado ante semejante pecado mortal, ordenará que todos los niños nacidos el mismo mes que su primogénito sean puestos en una barca y abandonados en el mar. Pero Mordred sobrevive. Esta cadena de acontecimientos moldeará su vida. En Una vela al viento, la última de las novelas que integran Camelot, vemos cómo la buena voluntad de Arturo no le sirve de nada frente al débito de su origen, sus propias acciones y sus enemigos hereditarios. El libro de Merlín viene a paliar un tanto esta sensación de fracaso: de carácter principalmente reflexivo, es el título más débil del ciclo y el único que White no corrigió.

"Somos la materia misma de la que está hecha Inglaterra", anima Merlín a un desvencijado Arturo, más viejo ya que él mismo. El hombre, lenta y trabajosamente, puede cambiar. Pero sólo puede hacerlo a través de referencias que le digan que merece la pena el intento, que no está solo. Por eso hay que seguir contando estas historias: "Hasta un tal White habló de nosotros -dice el autor en labios del mago-, ¡qué anacrónico era el pobre!". Por eso, al final, fiel a sus asincronías, el agonizante Arturo de White llama al propio Malory para transcribirle su historia. Y por eso, al final, se nos invita a tomar la palabra.

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