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Diario inédito de un relator apócrifo

Las crónicas de Cádiz (Cap. XXXIII)

  • Resumen capítulo anterior: Diego de Ustáriz a petición de Quintana marcha hacía el Castillo del Puntal y la Isla para hacerse pasar por soldado e investigar y escribir sobre los últimos acontecimientos que se están produciendo en el frente de batalla. Describe una zona de Cádiz distinta, la del arrecife, donde los hombres se afanan por reconstruir las defensas.

DE camino hacía el Puntal la aguada y su hospital, en el que había estado hacía poco tiempo y que parecía haber sido arrasado. Se amontonaban camas y jergones, usados en las puertas de los almacenes adyacentes al centro hospitalario, y un olor nauseabundo a hueso quemado salía de una de las chimeneas contiguas al edificio. Hombres de uniforme, sentados alrededor de una pequeña fogata y que hablaban una lengua extranjera que no logré distinguir, se afanaban por entrar en calor mientras otros limpiaban afanosamente las armas. Las paredes del edificio, llenas de clavos que sujetaban las mochilas de cientos de soldados, daban un aire indescriptible de abandono. Algunos perros buscaban entre los depósitos de basura algo que aplacara su hambre. Nadie sonreía, las caras mustias y secas de cuantos hombres pude cruzarme por el camino no tenían nada que ver con los hombres y mujeres de dentro de las murallas. Esto es carne de guerra, pensé, todo está más cerca; se apreciaba el asedio, se sentía el sitio.

Serpenteando la bahía, a paso ligero y sin que nadie mediara ni una sola palabra, continuamos nuestro camino entre huertos abandonados y casas destruidas. Daniel era un hombre corpulento y alto. Sus botas estaban destrozadas y las polainas apenas se sostenían derechas sobre las piernas. Faltaban los botones de su casaca, y el paño rojo de sus puños y cuello estaba tan pasado y raído que dejaba ver al trasluz la piel de su cuello y sus brazos. Nada quedaba del hermoso sombrero de copa que en otro momento llevaron los granaderos canarios, nada de su espada, vaina y cordón dorado; ahora su uniforme, gastado como la fe que tuvo en que esta guerra terminaría pronto, era un andrajo. Cojeaba , arrastrando su pierna derecha torpemente mientras caminaba; no me atreví a decir nada, sólo sabía que me recogería junto a la Iglesia de San José y me llevaría, como uno más de los hombres que comanda, hasta la Isla.

Supongo que sabían lo que hacían. Hombres hartos de combatir, extenuados hasta la muerte, eran mis compañeros de camino; no hablaban entre ellos, sus miradas se dirigían a un infinito punto lejano que yo no era capaz de adivinar, les sentía distantes mientras atravesábamos huertos, pequeñas norias y cercados, algunos pozos de agua dulce y solitarias cuadras de los ahora requisados caballos. Se cruzaban en nuestra andadura algunos carros con heridos provenientes del frente, que paraban en la aguada de Dª María del Mollar como constaba en el deteriorado letrero que colgaba de la pared gris y sucia.

Apenas quedaban unos cientos de metros para llegar a la batería y los almacenes de las brigadas junto al polvorín de Dº Nicolás Picón, donde paramos, y al que desde la puerta llamó Daniel a grito vivo. Cuando este hombre salió ya me esperaba. Me hizo entrar en un sumidero de porquería, donde las lluvias habían penetrado y ensuciado todo de un barro mortecino. Mis botas quedaron hundidas, clavadas en esa habitación lúgubre donde otros hombres, sentados, preparaban sacos de pólvora.

No me dirigió la palabra, sólo sacó un petate del interior de un arcón y me lo entregó.

Entre y cámbiese.

Quintana lo había dispuesto así, mi aspecto debía ser el de un soldado si quería escribir sobre la guerra. Se acabaron mis privilegios de hombre de letras que pululaba por los cafés y las tabernas de los pueblos recogiendo noticias de otros, de los labios de otros. Todo quedó entendido en el momento, me quería como redactor de la guerra y para eso debía de ser soldado. Camuflarme como tal era el único modo de averiguar si lo que Alburquerque decía en sus continuos informes y peticiones a la Junta de Cádiz era cierto. Conocer las verdaderas necesidades de los hombres que combatían solo podía hacerse siendo uno de ello, uno de esos combatientes.

No sé bien si en ese preciso momento medí el riesgo de mi decisión. Podía haberme ido, como lo había hecho en Madrid, como lo hice viniendo hasta Cádiz. ¿Acaso no fue dejar a María en Madrid ante el inminente peligro de la ocupación una huida? Quedé quieto, con el saco mugriento apretado entre mis manos, de mi hombro se descolgó la mochila con mis pocas pertenencias y no dije nada. Atravesé la estancia, y detrás de unas roídas cortinas cambié de aspecto para continuar ejerciendo la misma profesión, la de contador de historias, la de prosista de la guerra.

Entré de civil en la guarida y salí de fingido militar de no sé qué ejército, aunque sí de qué bandera. MI casaca azul con relucientes botones dorados era nueva, lo mismo que los pantalones de un azul más celeste y el pequeño gorro de cuartel con una banda roja. Las cananas y el par de pistolas que reposaban en ellas me pareció que pesaban una eternidad, acostumbrado al peso de mi cuaderno de campaña; aquello me separaba de la realidad de mis días de escritor y me convertía en un soldado de infantería.

Daniel fue claro y conciso: podía conservar mi nombre, pero mi aspecto y mis actos debían ser los de un infante, obedecer las órdenes de mis superiores y saber que los galones que llevaba en el antebrazo me convertían en sargento mayor de infantería. Esa era la única identidad que conocerían a partir de ese momento los hombres con quienes hablara, un hombre que, como muchos otros hombres, se había alistado por la causa de España.

Cerca del espaldón donde colocaba el blanco para los ejercicios de cañón, Daniel se acercó a mi lado, sintió mi falta de entendimiento y mis pocas razones para continuar con esto. Entonces le sentí cercano, se aproximó a mi lado y colgó sobre mi hombro mi mochila, donde, guarecido como las palomas bajo los salientes de los tejados en un día de lluvia, estaba mi diario.

Poco faltaba para entrar en el castillo. La bahía se estrechaba hasta el punto de alcanzar a ver los fuertes de Matagorda y San Luis. Algunos se afanaban por unir con una cadena dichos extremos de la bahía, en la intención de no permitir la entrada de ningún navío hacia el arsenal de la Carraca, una cadena de seiscientas brazas de largo y cuyos cables principales quedaban a una vara bajo el agua. Sus catorces cañones y algunos morteros no dejaban de disparar hacía Puerto Real desde la batería de la Victoria, mientras que las otras dos baterías, orientadas de forma que pudiera batir los costados y la proa de los buques, permanecían en silencio.

No podía reprochar a Quintana nada de lo que estaba ocurriendo, en el fondo era una oportunidad única de enfrentarme a la vida. Tenía la edad justa para no perder el tiempo, la tranquilidad absoluta de que mi familia estaría bien, sabía que el propio Quintana se encargaría de eso, no me quedaba más que asumir mi nuevo destino y me encaminé, ya sin Daniel, al cuartel donde me indicó que debía presentar mis credenciales, Diego de Ustáriz, sargento mayor de infantería, que volvía a incorporarse después de haber sido herido en Ocaña. Lo que a partir de este momento me depararía el destino sólo el tiempo lo diría, y las hojas de mi diario lo recogería.

No me lamenté más que de no haber podido decir a María que tardaría en volver, despedirme de este Cádiz soñoliento de dentro de los muros, que nada tiene que ver con éste que se desparrama fuera, abrazar a mi pequeño hijo con la fuerza suficiente para que nunca olvide mis brazos y recorrer, quizás por última vez, aquel paseo de la Alameda, aquel paseo que descubrí buscando casa para mi amada María y que hoy continuará, hermoso y lánguido, contemplando la dura lucha, la cruel batalla a la otra orilla de la bahía.

Sentado en uno de los toscos bancos de la capilla del castillo espero mientras describo esta singular jornada. Las explosiones iluminan las pequeñas saeteras por donde entra el aire enrarecido, mientras el sonido impactante y grandioso de la corneta susurra acompañando a las olas que impactan sobre los lienzos de este puntal embrutecido.

Diego de Ustáriz

Continuará

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