Diario inédito de un relator apócrifo

Las crónicas de Cádiz (Cap. XXXI)

  • Resumen capítulo anterior: En estos días en que ha comenzado el asedio a la ciudad, ha nacido Eduardo de Ustáriz. Atendida por una vieja y experta matrona, el parto se ha producido sin problemas mientras que la población de la ciudad continúa aumentando con la llegada de gente que huye de la España ocupada.

La noche fría y lluviosa empañó los cristales de nuestros mustios balcones; mientras, el silbido nostálgico del viento penetraba por los huecos de la azotea hasta el hogar, donde los rescoldos del carbón eran movidos tenuemente por la brisa. La habitación, calentada mínimamente por el picón del brasero, se iluminaba de vez en cuando por los relámpagos centelleantes de las explosiones provenientes del otro lado de la bahía.

Despertarse temprano, o mejor dicho, no haber conciliado el sueño por el llanto de un bebe inquieto no me preocupaba en absoluto; sin embargo, cuando el pavor del miedo era lo que impedía el sosiego de María, de Teresa, de Nicolás y de todos los que habitamos esta casa de la calle Empedrado, y de cada casa habitada de esta ciudad, entonces la vigilia se hacía eterna, infinitas las horas sin descanso.

Deseaba que llegara la mañana del mismo modo que al atardecer andaba presuroso porque llegara la noche, es un desatino sentirse cercado como un animal indómito e indomesticable. Todo iba bien en casa, las rentas de María, y algo de lo que yo mismo había logrado ahorrar de mis trabajos anteriores continuaba siendo suficiente para vivir. María amamantaba a Eduardo con un amor inmenso, y los días discurrían como si no ocurriera nada, como si esta falta de libertad para el tránsito no importara a nadie.

Por la mañana andaba siempre presuroso por salir y leer la prensa, saber de los últimos acontecimientos ocurridos, pasear por la ciudad y conversar en la calle Ancha con esos hombres que discuten continuamente sobre los avatares de la guerra pero que no hacen nada por remediarla. Era el momento de ver a Quintana, me había avisado hacía unos días de su intención de que conversáramos, y la expectativa de un nuevo trabajo, de poner mi pluma a favor de este hombre al que admiro tanto, había ayudado a mi falta de sueño. Este poeta, que utiliza los versos como un compromiso ético con la libertad y con el amor a la patria, me esperaba en su casa y nos alegramos de vernos.

Estaba preocupado, tenía claro que los acontecimientos ocurridos debilitaban infinitamente la construcción de un país moderno, pero lo encontré cansado y sin ganas de formar parte de la nueva Junta. El día anterior había ido a la Isla, Alburquerque había solicitado su presencia. Desde su llegada a la bahía, a través de numerosos escritos, dejaba constancia a la Junta de la situación en la que se encontraba el ejército, ese ejército de valientes que había conseguido librar a estas tierras del acoso francés. La desnudez de los soldados, sin paga alguna desde que llegaron, los hacía estar en la más absoluta de las indigencias. El duro enfrentamiento a los enemigos y el trabajo constante en las tareas de defensa les había procurado una enorme fatiga, incapaces de soportar la dura disciplina e instrucción necesaria para los actuales acontecimientos. Quintana tenía muy claro que muchos miembros de la Junta negarían cuanto Alburquerque explicaba en sus escritos, y el propio Duque, contrariado por el trato que se les está dispensando a sus hombres.

Quintana sabía del modo en que este hombre consiguió llegar a la ciudad, sólo la capacidad de resolución y maniobra salvó a la Isla de una ocupación segura. Cuando Don Francisco Venegas manifestó el enorme deseo de verle en Cádiz el pasado treinta y uno de Enero, lo hizo a sabiendas de la necesidad que había de su fuerza, y ahora se intenta justificar la maña situación en la que se encuentra la caballería al apresuramiento con que decidió marchar hacía este lugar sin hacer el debido acopio de cebada. ¿Puede alguien reprochar a quien salva por una justa acción a tantas personas que no se parara o detuviera en esos pormenores? Cuanta ingratitud percibe quien tanto bien ha hecho por los españoles. Un ejército de apenas ocho mil hombres, que defiende palmo a palmo el único reducto libre de nuestra nación, no puede quedar esquilmado en el honor por quien dilapida el dinero dejando de asistir a las necesidades de hospitales, fortificaciones, maestranzas y soldados.

Aún hoy ha pedido un buque de la Marina Real para ir a África en busca de provisiones y granos, pero la Junta, en un acto de soberbia maldita, ha anulado esta posibilidad argumentando que el ejército estará prontamente surtido de todo lo necesario.

-Me temo, Diego, que de nuevo esté corrompido el reparto de los caudales; ni el ramo de las provisiones, ni el de Hacienda, ni el de los hospitales estarán cubiertos, no hay aceite, ni leña, ni harina, ni camas, ni jergones. No hay grano, ni cebada, ni trigo, ni carne fresca para los soldados. No hay almacenes de víveres donde la tropa pueda comprar cuanto necesite, teniendo que hacerlo en los puestos de los usureros que se enriquecen de nuevo con la guerra y el dolor.

Desde los campamentos de Fadricas, Gallineras, Casería de Ossio, Sancti Petri, todos claman por lo que falta, y también por lo que se debe a hombres de la ciudad que ven peligrar sus haciendas al no cobrar los materiales cedidos para las fortificaciones.

España está muerta, Diego, la desidia y la avaricia acabarán con el honor de los que hemos luchado tanto por la libertad-

Sólo pude ponerme a su servicio, lo había hecho siempre, confiaba ciegamente en este hombre porque intuí siempre una mente privilegiada. Así que me apresuro a hacer lo que me pide, voy a marchar al amanecer hacía la Isla, quiere que escriba todo lo que ocurre entre los hombres, que viva lo que ellos viven y me asegure de que no queda nada por contar.

Está deseando reiniciar la publicación del Seminario Patriótico, ahora desde Cádiz. Sólo necesita tiempo para hacerse con la ciudad y evaluar bien quiénes son los hombres con los que cuenta y quiénes sus enemigos. Imparcialmente estoy a su lado, porque creo que es el lado de la justicia.

Atravesar las calles al atardecer ha sido costoso, mucha gente se agolpa en la calle sin ningún tipo de dedicación ni oficio. La ciudad está llena de individuos que han huido de los franceses lo que puede significar un grave peligro para la subsistencia de los gaditanos, sobre todo si llegara el verano y las familias y gentes continuaran viviendo de este modo las fiebres y epidemias podrían cebarse con los ciudadanos y sería nefasto para todos. Muchos de estos forasteros no tienen casa donde refugiarse y deambulan por las calles todo el día mendigando y buscando cobijo en portales y plazas.

Los comisarios de barrios, tienen órdenes concretas de no dejar a nadie fuera de los lugares destinados a la beneficencia pero el número de individuos crece cada día y de no poner freno, no habrá modo alguno de atenderlos. Además la concentración excesiva de personas sin ocupación y ociosas ha generado lugares de encuentro para el divertimento y la algarabía como el café de tablas de La Cachucha en la plaza de San Fernando. Todos se entienden en la rutina de las risas y el vino, imposible otro tipo de entendimiento ante tanto extranjero.

El alojamiento y el alquiler de viviendas se han convertido en un negocio muy rentable, habitaciones vacías, las no dedicadas a vivienda, incluso las azoteas. Y ahora aparece el subarriendo, que a pesar de que puede parecernos que enriquece al dueño de las casas, lo empobrece infinitamente pues el arreglo de las mismas, les hace tener que invertir constantemente sin poder echar de ellas a los huéspedes aunque no paguen.

Otras familias, adineradas y nobles también han llegado pero con una pompa y ornato que nada tiene que ver con la nobleza local de esta villa. Siempre he considerado que en Cádiz el trabajo se ha considerado algo muy honroso y todos, incluido los dueños de las más importantes navieras participan del trabajo con ahínco y aunque sus rentas les hubiera permitido un modo de vida lleno de derroches y lujos, jamás los vi hasta ahora como los veo en esta nobleza castellana que poco a poco se apropia de las mejores casas de la ciudad.

Los otros, los funcionarios cesados en las ciudades caídas, comienzan a trabajar en los nuevos puestos creados por la Junta. En general hay mucho movimiento en la ciudad, porque esta cantidad de personas también necesitan una mayor cantidad de víveres y el comercio crece y la economía se estimula.

Pero, esta fría noche en la que arrecia el temporal otra clase de personas fueras de la ley son las que me encuentro arrinconados en los soportales y bajo los arcos de la muralla medieval intrigando, preparando negocios turbulentos y conspirando sobre la mejor manera de sacar tajada del conflicto. Hombres que embozados podían tratarse de franceses huidos y que planean traiciones para hacer caer la ciudad, hombres sin rostros que pululan en la lúgubre noche cuales cuatreros de almas.

Algunas mujeres ataviadas de forma jocosa y provocativa se asoman a la puerta de las posadas de poco renombre cercanas a la plaza de San Juan de Dios, es un momento oportuno para hacer dinero, muchos hombres andan solos y en busca de compañía, un intercambio razonable en estos tiempos en que la carestía de amor es notable

Voy camino a casa, aunque mis pasos se han encaminado equivocadamente y mis pensamientos me han hecho deambular por estas calles peligrosas. Apenas me doy cuenta que tengo ante mi el enorme y extenso mar en este paseo, ya oscuro y silencioso del vendaval. Algunos borrachos me increpan y despierto de este soñoliento ensueño. En la muralla algunos hombres y mujeres se besan y abrazan, hace viento y las olas salpican las aceras. A lo lejos los barcos ingleses iluminados montan guardia perpetua y vigilante, mientras que la gente sencilla duerme tranquila esperando unos días mejores donde la guerra no sea la protagonista de sus actos.

Diego de Ustáriz

Continuará

DUQUE DE ALBURQUERQUE: UN IDEALISTA DESTERRADO

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Denuncias a la Junta:

03153017

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