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Diario inédito de un relator apócrifo

Las crónicas de Cádiz (Cap. XXV)

  • Resumen capítulo anterior: María a pesar de su avanzado estado de gestación, ayuda generosamente a cuantos la necesitan. Su esposo, Diego de Ustáriz a instancia de ella, visita el Hospital de la Segunda Aguada. Desde ese lugar lleno de enfermedad y muerte, analiza la situación de los presos heridos franceses y la falta de medios en los hospitales.

DON Manuel Padilla, catedrático de Medicina del Colegio de Cádiz, junto al profesor Dº Antonio Alfaro, deciden venir a este hospital a examinar la naturaleza de estas fiebres. Temen al estío y sus calores, los estragos del buen clima y la humedad pueden acelerar la malignidad de algunos casos. Quedó claro que eran fiebres pestilentes y biliosas que, en lugares faltos de aseo, favorecía los aires fétidos que la sustentaban. La solución era sacarlos fuera de la población, comunicación escasa, controlando quien lave la ropa y las cosas, cuidando extremadamente que los abastecedores no entraran a este lugar de muerte.

Don Antonio Alfaro se hará cargo de la organización de un nuevo hospital en la población de San Carlos, en la Isla de León, en donde los primeros pacientes llegan y son examinados, cien prisioneros: cinco oficiales, doce mujeres, seis muchachos, veinticinco marinos y el resto, soldados. Pero ya no se observa malignidad, solo calentura catarral propia de las instalaciones náuticas y castrenses, no es fiebre amarilla. Se abren las puertas para todos los enfermos y se apresuran a preparar barcos y buques para sacar fuera de la ciudad a los que están en los pontones.

Las cifras están escritas aquí mismo, en los registros que tengo en mis manos, no hay nombres, solo cifras, en Febrero hubo mil cuatrocientos sesenta y cinco enfermos, en apenas cuatros días murieron noventa. Llegan más de cincuenta diarios desde los Pontones que se esparcen por la Bahía, Puntales y el Trocadero, como telarañas rizadas y llenas de horror, el Castilla, el Vencedor, el Terrible, el Soberano, La Rufina… Es la guerra.

En Febrero la decisión estaba tomada y se preparó el primer convoy para las Baleares. Buques mercantes son pertrechados con dinero de la Hacienda pública para embarcar a los franceses y llevarlos lejos de nuestras costas. Los pontones, libres de enfermos, fumigados y encalados. La ciudad, resguardada del contagio.

Sé que es justo preservar la ciudad y a los habitantes inocentes que en ella viven, pero no puedo dejar de mostrar mi contrariedad por no haber estado aquí en aquellos días de frenesí por la escapada, por la ingente cantidad de hombres cansados y victimas de una guerra repugnante que fueron duramente castigados. Sin embargo, aún hoy, la Rufina está en la bahía, nuevos presos en estos días procedentes de Bornos han entrado a formar parte de su tripulación maldita y los faluchos barquean cada noche en sigiloso desdén para llevar las raciones oportunas. El francés Nicolás Demeret navega día si día no, para ver el estado de los hombres de este pontón que se ha convertido junto al Soberano en el guardián secreto de los sueños rotos de los guerreros franceses.

La Intrépida, la Ana María, la Fraternidad, la Mariana, la Hermida, la Candelaria, la Fuente Hermosa, la Ventura, la Puerto Salvo, la Amable, la Pomona, La Dido, la Minerva, la Fortuna, salieron entre otras a finales de Marzo con más de nueve mil raciones diarias para treinta días, con su aguada correspondiente y pipería. Llevan en sus tripas cinco mil prisioneros, y un millón de reales para paliar los gastos a la Junta Balear.

Pronto un segundo convoy se preparó. Los navíos Montañés y San Lorenzo llevaron a la marinería francesa a Canarias, mientras que el San José, el Dulce Nombre de María y algunos otros aumentaron el peso de sangre francesa en la isla de Cabrera.

En Málaga, los presos se encontraban repartidos en distintos conventos y en el paraje llamado del Picadero. Aprovechando el viaje hacía las Baleares del convoy que salió de Cádiz, se añadieron a la multitud que ya iba todos los provenientes de esta ciudad de Andalucía, incrementando el número de individuos, pero no de raciones. Málaga había permitido que los franceses de cierta posición permanecieran en sus casas en vez de hacerlos presos, como una forma más razonable de evitar problemas y aliviar la necesidad de vigilancia en cárceles y conventos, por lo menos mientras no se dio el caso de espionaje o sedición.

En todas las ciudades aún libres se adecentaban y adecuaban los hospitales existentes para los heridos de uno y de otro bando, en la provincia de Jaén, después de los acontecimientos de Bailén, los hospitales militares de Andújar, Baeza, Linares, Úbeda, la Carolina y Jaén recibieron el grueso de enfermos que estaban en los de Almagro, Ciudad Real, Aldea del Rey, Bolaños, Valdepeñas y Santa Cruz, más de tres mil enfermos y heridos.

En los hospitales de las zonas ocupadas por los franceses se ponían los mismos miramientos e intenciones en la mejora de las instalaciones, caso de los hospitales militares para presos franceses de la Coruña, Santiago, Vigo, Pontevedra, Tuy, Bayona, Lugo y Orense, donde se llevaban tablas rigurosas con los muertos, heridos y desertores.

Don Alonso de la Puebla, vocal de la Junta de Defensa, acompañado por don José Constantín, cirujano, son encargados de visitar e inspeccionar los Hospitales Militares de Andalucía durante la primavera de 1809. Ambos remiten a la Junta de Sevilla la recopilación, escrita con minuciosidad, sobre la situación de los mismos, y la necesidad imperiosa de reformarlos.

Durante mucho tiempo, los hospitales militares en muchos lugares de la nación estaban en manos de los Reverendos Padres de San Juan de Dios, pero la miseria de los propios enfermeros a los que estaban a cargo los enfermos, mutilados y tullidos, hicieron que éstos se aprovecharan de lo poco con lo que contaban para abastecer de alimentos, utensilios y medicinas al propio hospital. La causa más común de su estado fue la falta de ingresos para cubrir sus sueldos durante meses, arrojándolos a la necesidad del engaño y la falta de honestidad.

Barberos, médicos y sangradores que eran contratados, carecían en la mayoría de los casos de la preparación adecuada, acomodados a los cargos más por la arbitrariedad de los municipios que por su formación. La gente más honrada que llevaba la administración de estos lugares fue despedida, sustituyéndose por individuos conocidos de los directores, ahijados y recomendados, que les sirvieran para el manejo de los fondos a su santa voluntad. Mientras tanto, se exprimía al pueblo una y otra vez con continuos arbitrios y obras de caridad, para sufragar los gastos que ocasionaba la compra de camas, ropas, alimentos e instrumental médico.

Las competencias de éstos alcanzaban al traslado de los enfermos. Más de una sexta parte de los heridos que se producen en el campo de batalla se pierden en el traslado. El abandono, el descuido de los conductores, la barbarie y la ferocidad de los carruajes, el mal estado de los caminos y la falta de provisión de alimentos en las rutas, acaba rápidamente con lo que las balas y la metralla se han resistido a aniquilar.

No se guarda registro ni de nombres ni apellidos de estos hombres que mueren o enferman, no se anotan el nombre de los pueblos de donde proceden, por lo que no puede avisarse a los padres o esposas, que, atribuladas, pudieran encomendar sus almas a Dios, o simplemente abogar por el derecho que les corresponde.

Falta guardia y presencia militar en estos establecimientos que pueda contener a los convalecientes, y que pueda orientar y dirigir a los que se restablecen a sus pueblos de origen y que, de otra manera, ocurre lo que vemos, quedan en las ciudades, emborrachándose, robando para poder subsistir y delinquiendo.

Se ha intentado en los últimos meses regular de un modo más preciso el funcionamiento de estos establecimientos, quedando bajo la tutela de la Junta Superior de Defensa separada de la Intendencia del Ejército. De esta Junta proceden ya los caudales que se necesitan para su cuidado, remitidos directamente desde la Corte. Sólo personas honradas podrán optar a la administración de estos lugares, sin hacer crecer arbitrariamente sus sueldos, que lleven bien las cuentas y que soporten con sinceridad la inspección general que mensualmente hará de las cuentas la propia Junta.

La responsabilidad máxima recaería desde entonces, además del Comisario Ordenado y del Inspector de Hospitales, en otros tres comisarios de guerra, que elegirán a tres facultativos mayores de especial cualificación, protomedicato, cirujano mayor y boticario mayor, personas encargadas del nombramiento del resto del personal. Además, formarán un tribunal para evaluar a cuantos quieran acceder a algún puesto en estos hospitales una vez acabada sus carreras.

Pero sin lugar a dudas, de las reformas más importantes y notorias, sobre todo en este Hospital nuevo de San Carlos, es la presencia de soldados. Un total de quinientos soldados, siendo un tercio de la caballería, se han distribuido por los hospitales de Andalucía, en un intento de acabar con la presencia de hombres solos y abandonados a su suerte una vez salvadas sus vidas.

Diego de Ustáriz

Continuará

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