Diario inédito de un relator apócrifo

Las crónicas de Cádiz (Cap. XXXII)

  • Resumen capítulo anterior: Los destellos de las bombas cruzan la bahía de un extremo a otro. La gente se agolpa en la ciudad huyendo de la guerra mientras los hombres de Alburquerque se encuentran en pésimas condiciones. Diego de Ustáriz ha encontrado a su amigo Quintana cansado y desesperanzado, las ansias de libertad y de cambio están siendo segadas por la desidia y la avaricia de la Junta.

Cruzar el frente de tierra, era dejar Cádiz al otro lado del bastión. Después de las reformas proyectadas por Ignacio Sala y Martín Cermeño, continuaba sin embargo con el mismo sistema defensivo que ya había realizado el conde de Molina casi un siglo antes. El frente dispone de cañones en sus caras, flancos y cortinas. Cada flanco posee un pasillo subterráneo que atraviesa la muralla bajo el foso. Junto a la de la derecha que sirve para la entrada de los carruajes, se encuentra la ermita de San Roque no habiendo más edificio hasta el Matadero. Un puente salva el foso al que se puede bajar por una rampa y desde donde podemos salir hasta la playa de Santa María que queda defendida por el mismo baluarte del Matadero.

El camino cubierto sobre la muralla no tiene plaza de armas, pero salvado el foso principal se encuentra el revellín con su banqueta sobre el que están dispuestos los fusileros que protegen la espalda y otra banqueta para poder disparar sobre la línea de fuego. Al pie de la muralla y bajo el nivel del foso, la contramina que se hará estallar cuando el sitiador intente zapar la muralla. A ambos lado del glacis, dos reductos adosados al mismo frente donde están dispuestas distintas dependencias para oficiales y soldados, un cuartel para soldados, un alojamiento para oficiales y un almacén de pólvora. En el de la izquierda, de Santa Elena, hay un lugar común, un alojamiento para los soldados, cocinas y repuesto de pólvora.

Poco quedaba ya del antiguo coto de los que muchos hablaban, la necesidad de madera de esta y de anteriores conflictos ha mermado la presencia de arboles. Tierra de afuera dividida en corrales de pesca a un lado y en cenizas de moros y esclavos al otro, desde Santa María a la punta de Vaca. Algunas casas de recreo, ventorrillos y tabernas quedaban tras las órdenes dadas por Morla, destruidas. Temiendo en 1800, que los continuos ataques ingleses pudieran afectar a esta zona de la ciudad gaditana, hizo derruir sus casas. A la epidemia, el bloqueo ingles y la falta de comercio se le unió el destrozo y ruina de las casas, almacenes y huertos; sobre todo, cuando esto no sirvió para nada.

La iglesia de San José, levantada por mandato del Obispo Escalzo, se erguía frente a la playa, resguardando las almas de los enterrados en el nuevo cementerio de paredes blancas y encaladas. Un estrecho sendero pululaba cerca de la arena proveniente de la muralla del vendaval por el que un carro tirado por caballos llevaba la muerte hasta su morada. La fuente hecha por Cristóbal de Rojas en la huerta de Esteban Alegre, continuaba dando agua a los viajeros y arrieros en un pilón junto al mesón viejo y arruinado.

Tocan las campanas de la Iglesia, los vecinos de este arrecife echan a andar hacía la Cortadura donde se necesitan sus brazos recios y que sin objeción ofrecen en servicio de la patria.

En el camino, el tiempo justo de tomar un breve desayuno mientras que contemplo a los soldados vestidos de vistosos colores desfilar hacía el castillo del Puntal en un alarde incesante de valentía.

Dº Javier Venegas y Saavedra gobernador de esta plaza, ha dictado un bando que hoy todos leen en el diario mercantil a fe de dar cuenta exacta de lo que se pretende y que ha convertido a esta plaza en un lugar militarizado y terrible. Aunque se que es el único modo de prevenir los riesgos que toda ciudad sitiada corre, me aflige dejar a los míos de nuevo. Sin embargo, pienso en la cantidad de hombres algunos demasiados jóvenes que ha perdido España y me reconforta el pensar que sigo vivo, cobardía que me delata pero a la que aspiro volver siempre.

Quizás también yo debiera participar de un modo más activo en esta lucha de mis conciudadanos y dejar mi pluma y mis escritos para momentos en el que la poesía y la prosa sean más necesarias.

Muchos intentan destruir el sosiego, introducir el desorden, promover la confusión y la Junta Superior del Gobierno quiere impedirlo. En cada barrio existe un Tribunal de Policía y vigilancia formado por cinco vecinos elegidos por la propia Junta, estas, organizan patrullas para vigilar el orden y el buen comportamiento de los vecinos. Su primera función hacer que el padrón sea siempre reciente, denunciando a todos los que no estén inscritos. Deberán estar atentos de todos los sospechosos por sus conversaciones, sus palabras, todos en definitiva espías de todos. Ahora las envidias, los recelos y venganzas se ponen en funcionamiento, no importa la verdad, es la hora de hacer pagar a los enemigos nuestras deudas, utilizar el poder de la guerra para acabar con nuestros enemigos domésticos, aquellos a los que odiamos por rencillas vecinales, se convierten de golpe en asesinos y traidores de la patria. Para estos, los falsos culpables y para los que lo fueran de veras, juicios sumarísimos de apenas un día, castigos ejemplares que anulen la viveza de la crítica y que amparen en la ignorancia a los que no deben opinar de nada.

Las patrullas deberán velar también porque el barrio este limpio y alumbrado, los cafés y tabernas sin ruido ni algarabía. Para todas estas cosas las milicias y guarniciones gaditanas están a disposición de los policías de barrio, sin dilación o serán considerados sospechosos de sedición. No habrá banderas ni insignias en azoteas ni ventanas, ni gritos ni luces, ni farolas encendidas en la noche. Y al toque de la generala, las mujeres y los niños no podrán salir de sus casas. Inocentes victimas indefensas de las ideas de los hombres.

Me ha costado despedirme de María, de mi hijo. Sé que me embarco hacia una aventura distinta y que las posibilidades de que no regrese son muchas. Pretendo llegar a la Isla, vivir en primera instancia lo que allí ocurre, atravesar las líneas enemigas y entrar de lleno en el conflicto armado. Antes quiero visitar el Arsenal y el hospital de San Carlos, Quintana necesita de mis escritos para la publicación que proyecta y otros editores como Ximenez Carreño recopila de forma incesante cuantos papeles y textos encuentra sobre la guerra.

No he querido decir a María cuales son mis propósitos, seguramente me apoyaría, pero debería soportar la inquietud de no saber donde me encuentro en cada instante, sabiéndome en tierras ocupadas y destruidas. Así, al menos, me creerá acogido en casa de amigos, como un huésped silencioso que solo aspira a contar y escribir lo que les pasa a otros, siempre a los otros. Por una sola vez al menos, protagonizaré los hechos, la documentación y la información que pretendo siempre dar en mis escritos, esta vez partirá, procederá del campo de batalla, donde los hombres de bien de uno y de otro bando se matan sin cuidado.

Hace un sol extraño con una luz que avisa de que futuros temporales se precipitan sobre la costa. Una luz mezcla de impactantes brillos que avisan de la incipiente primavera. Esa misma luz que a raudales habrá despertado a María, la misma que hará rebosar de salud a mi hijo pequeño y delicado. No hace viento, solo veo calma al mirar el camino infinito del arrecife por donde los hombres agrupados desfilan hacía la Isla. Un gallo canta cercano, los huertos y casas de este extramuros despiertan y las mujeres salen a por agua. Algunos hombres viejos, incapaces para la guerra, se dirigen lentamente y sin prisa a los corrales de Santa María, con sus cañas y sus aparejos para la pesca.

La vida comienza, mientras espero a Daniel Mendoza, un granadero canario amigo de Quintana con el que marcho hacía el Castillo del Puntal en busca de otros hombres con los cuales compartiré los próximos días.

Muchos han sido las levas y alistamientos hechos en la ciudad desde mi llegada y yo, impasible, intelectual redomado y pertinente que creí que mis palabras eran empuñaduras de fuerza contra los franceses, los ignoré. No he disparado nunca un arma, jamás mis manos empuñaron un sable o una daga, mis armas han sido siempre las palabras, los ojos, los sentidos. Cada lectura, cada letra impresa recaló en mi como una presa hambrienta. A cada trozo que devoraba menos saciaba mi hambre, Erasmo, Moro me llevaron de la mano al estudio del hombre, luego los grandes pensadores de este mi tiempo, Diderot, Voltaire, me enseñaron en sus escritos el valor de ser hombre, la necesidad de la libertad de Jefferson, el respeto por los otros. Sin embargo, aquí estoy, dispuesto a saber, a conocer el otro lado de las cosas, el otro lado oscuro de la vida.

Diego de Ustáriz

Continuará

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