Diario inédito de un relator apócrifo

Las crónicas de Cádiz (Cap. XXIV)

  • Resumen capítulo anterior: Es Navidad y Diego de Ustáriz regresa a casa después de recorrer los pueblos de la bahía gaditana. Encuentra un muelle pletórico de navíos que en nada responde a una nación en guerra. El temor a la ocupación le preocupa, sobre todo en estos días en que espera el nacimiento de su hijo.

El vientre de María es una hermosa casa llena de vida. Sus ojos, vueltos a ver después de tantas semanas, se me antojan hermosos reductos de paz para aliviar el tormento que susurra en mi cabeza.

Todo se precipita y ella, fuerte como una Helena que se afianza en sus creencias, no me abandona y en su dulce espera me incorpora y vuelvo a ella y al reducto certero de sus brazos para apaciguar mi alma de rebelde, que oculta su cobardía tras los escritos suaves y nada irreverentes de mi diario.

Sé que ha debido sentirse sola, pero no dice nada y me arrastra a los enseres y al ajuar de nuestro niño, sintiendo hacía mí un infinito amor que me relaja. Qué felicidad encontrar en el seno de mi casa una piel que me añora, que no inflige en mí castigo ni duda, que no pregunta y que deposita en mi rostro, frío ya por el invierno, todo el calor del que es posible. Sin miedo, sin el plausible miedo que pueda acompañarla en estos días de espera, de espera de una vida, de espera de un enemigo cierto que acecha, que se acerca y que pulula por las tierra ya de Andalucía.

Ha dedicado estos días a estar en las escuelas, en los hospitales, en los centros de beneficencia. Hay de nuevo brotes de peste en la ciudad y ella no languidece en su empeño de colaborar con todos los que de ella precisan. No teme al contagio y, fuerte o débil, cansada o libre de pereza, va a donde se la solicita.

La ciudad se llena de pobres, mendigos y gente que huye de la guerra, de las autoridades o del hambre. Hombres que no pueden ser recogidos por caridad en los muchos centros con los que cuenta esta ciudad, pero que necesitan irremediablemente de una mano amiga, de un caldo generoso, de una sopa caliente y una manta mullida.

Los hospitales están llenos, el de San Juan de Dios, de los propios gaditanos, el de la Segunda Aguada, lleno de presos franceses enfermos, empequeñeció recién empezada la guerra y ya ni tan siquiera el nuevo de San Carlos puede cobijar a tantos heridos como allí se llevan. Todos critican la gestión de este Centro, y las leyes sanitarias no prevén este desbordamiento de enfermos.

En estos días, y presionado por la voluntad de María, he decidido ir a verlos.

Este triste hospital, como lo son todos los hospitales, trae sonidos de otras lenguas. Enclavado cerca de la bahía, el olor del mar no cubre la indigencia ni la asombrosa pestilencia de la enfermedad.

Logré entrar muy de mañana, un lugar lúgubre y atestado donde las camas se amontonan en huecos habilitados a cada paso. No hay resquicio para la lástima, y el rencor se esparce como las retamas en un suelo marchito. Sangre francesa se desparrama por las arenas empapadas en vinagre que cubren los suelos, y nadie les vela ni les llora, en este frenesí de buscar un lugar adecuado a tanta muerte.

El hospital de San Juan de Dios ha quedado pequeño, pequeño o sin sitio para los prisioneros franceses enfermos y abandonados; buenos y azarosos médicos han logrado habilitar éste de la segunda aguada como hospital militar, pero ya no hay más sitio, y pronto tendrán que buscar otro lugar donde dejar yacer a tanto enfermo. Debilitados por la desgracia y la soledad de sentirse lejos de sus casas, estos hombres valientes, que han luchado por una causa que creen la suya, se aferran a la vida en un lugar extraño, en donde nadie les entiende.

La vida transcurre fuera sin embestidas bruscas, pero, aquí dentro, siento un escalofrío recorrer mi espalda. Un hombre, Juan Nicoles Demeret, francés estimado entre sus otros colegas médicos y vecino de muchos años atrás de esta ciudad, intenta con gallardía encontrar el modo, llamando a la conciencia, de que estos sus paisanos sean atendidos por caridad. Muchos días, acompañado de tres marineros en un pobre falucho, recorre la distancia que separa la costa del pontón de la Rufina, para atender a los prisioneros franceses que se encuentran enfermos y abandonados a su suerte. Los más enfermos y a punto de morir son trasladados a este hospital, donde lo más que pueden lograr es que mueran en tierra.

El jefe de la escuadra, Dº José de Vargas, comisionado de los presos franceses, hombre de conciencia, se debate en un continuo querer que estos salgan adelante y una realidad plausible que les condena a ingresar en un hospital donde falta de todo, y donde las condiciones son nefastas.

Fue en una fría madrugada de Enero cuando estos presos fueron llevados a los pontones desde el Castillo de Santa Catalina, donde quedaron amontonados los equipajes de muchos de ellos, registrados y requisados por los guardias.

En los buques pontones, a pesar de las reglas mínimas para poder subsistir, los que llegaron enfermos, debido al abandono lastimoso de los mismos, empeoraron, y los sanos se apresuraron a enfermar. En estos buques no hay plan de aseo y los que allí morían tardaban hasta cuatro o cinco días en poder ser enterrados, con lo que el olor a putrefacción se hacía imposible.

Las órdenes fueron claras y tajantes: la Junta de Sanidad advirtió que las lanchas que se encargaban de la vigilancia de estos pontones fueran presurosas en sacar a los muertos, y que éstos fueran enterrados en Puntales sin dilación. Se exigía que en los buques hubiera un excedente mínimo de seis u ocho raciones de comida, precaviendo los días de invierno y temporal en que las barcas no pueden remar hasta ellos. El hambre precipitaba la enfermedad, y ésta la muerte.

Todos se percataban de lo que podía ocurrir, estaba demasiado cerca aún el año de 1800, en el que la peste amarilla cubrió como las sombras a esta hermosa ciudad gaditana. Todos lo sabían, todos aquellos en los que el poder emanaba de sus manos, pero todos conocían también que la mejor de las soluciones era sacarlos de aquí. Tan terrible como el contagio de los malos humores era el sinfín de tropelías que a estos franceses se les imputaban, los cuales, en un acto irónico de la vida, continuaban brindando con café por Napoleón en los calabozos del Castillo de Santa Catalina.

Francisco Colombo sería de los primeros en ofrecer y habilitar uno de sus buques, para llevar con bandera neutral a estos hombres a algún lugar de Francia, Inglaterra, Marruecos e incluso a los Estados Unidos de América. Sin embargo, sólo el paso de los meses hizo entender que ésta era la única solución, y así se hizo. Mientras tanto, la urgencia máxima era habilitar un hospital para estos presos que, enfermos, debían ser alejados de los que no lo estaban. De todos modos, las cantidades que se adeudaban al Departamento de Cádiz por estancia en hospitales ya ha generado cerca de dos millones de reales.

El 23 de Enero del año pasado quedó habilitado este Hospital donde hoy me encuentro de la Segunda Aguada como hospital militar. Seiscientas camas serían las ofrecidas, aunque sólo hubo ropa de cama blanca, sábanas, jergones, servilletas y gorros para trescientas. Seiscientos enfermos presurosos a usar las primeras seiscientas mudas aportadas por el Hospital militar adyacente al Colegio de Cirugía, de donde proceden los facultativos que aquí se encuentran.

Pero, apenas terminado el frío mes de Enero de ese año, eran ya más de ochocientos los enfermos postrados en sus colchones. Divididos en salas de sarna, cirugía, unciones y medicinas, perdía en torno a diez hombres diarios.

Un hospital sin separaciones, donde las especialidades son los cuerpos de los mismos presos, sus síntomas les delatan. El suelo apesta a vinagre y aún hoy, que el numero de ellos es muy reducido, el hedor a las heces y orinas se mezclan con el almizcle, el formol y la alhucema que intenta tapar a los ojos y narices de todos la inmundicia del que muere.

En apenas dos meses hasta mil cuatrocientos enfermos se vieron en la necesidad de ser atendidos, estallando el peligro cuando empiezan a enfermar, con calenturas catarrales, algunos de los hombres españoles que han conducido a estos enfermos a bordo de los pontones. Todo se precipita, ahora la población esta en peligro.

Diego de Ustáriz.

Continuará

03153017

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