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Diario inédito de un relator apócrifo

Las crónicas de Cádiz (Cap. XIX)

  • Resumen capítulo anterior: Las damas gaditanas ayudan generosamente al sustento de los ejércitos confeccionando los uniformes para los soldados que se están alistando en la ciudad. Todos contribuyen como pueden en el socorro de la patria.

HOY, he embarcado en el falucho "El Rosario" a cargo del patrón Dº José Martínez, camino del Puerto de Santa María. Un falucho de buenas maneras, dedicado hasta el inicio de la guerra a traer y llevar pleitos y miel desde Estepona a Cádiz y vinos desde Cádiz a Estepona y que ahora en este tiempo de guerra, ha cambiado sus quehaceres, por el trajín del contrabando y del pasaje.

Bajeles y veleros reposan radiantes en el ronroneo continuo de las olas. Desde los fuertes de San Felipe, San Carlos y San Antonio o Aduana, se vigilan sigilosas las aguas, tenues aún al alba de la bahía. Farolillos de luz blanca, iluminaban la Puerta del Mar ahora desierta y en unas horas llenas del gentío de los muelles y los embarcaderos.

Un vaho húmedo y frio se apoderó de la mañana, y los pendones de las navieras parecían pintados en las sombras, asomados de forma perpetúa a las hermosas torres miradores de las casas.

La barca se dirigía despacio hacía la entrada del Guadalete y amanecía. Una aurora esplendida lleno de forma paulatina de vida la bahía mientras que garzas, cigüeñuelas y avocetas se adentraban en las lagunas de la Juncosa y la Salada. Solo estábamos José, Evaristo Reyes y yo, ellos de cara hacía la proa y yo que desde la popa contemplaba un Cádiz emergente como la Atlántida, rígida y firme como Petra, hermosa y limpia como Alejandría.

Angulosa y curvilínea, se me antojo una mujer perfecta que arrollada por las olas, se dejará acariciar en un baño de espuma infinita. Los inertes campanarios del Carmen y la casa de las cuatro torres, la casa de Juan Clat, cargador de Indias, se desdibujaban en el espacio.

Una estela roja, señalaba en la bocana de la bahía a "Las Puercas" y a las barcas dispuestas con cajones y escolleras que defienden inexpugnablemente lo que guardan. Las baterías de Bilbao, de la Soledad y el baluartillo del Bonete, todas ya pertrechadas con sus piezas de artillería, se presentaban solo en la lejanía, hacía el océano. Al otro lado, el fuerte de Matagorda artillado mirando al mar presto a batir los barcos por la proa. En el caño del Trocadero, la batería del Comercio y al fondo del saco de la bahía, el Arsenal de la Carraca y algún que otro pontón de prisioneros.

Nunca había visto esta ciudad desde el mar y cuanto más me alejaba de ella, más me sentía integrante de su historia. Me consolaba saber que María era parte de la hermosura de esa urbe y mis ojos se emocionaron de tanta belleza.

Puerto de Santa María 20 de Diciembre de 1809

Al llegar, la ciudad me pareció mucho más grande de lo que esperaba, su actividad comercial y pesquera había atraído a numerosos comerciantes y personas de economía elevada a este lugar del Puerto construyendo hermosísimos palacios.

En el muelle, carpinteros de ribera calafateaban con brea las mustias y roídas maderas de en otra hora insignes barcos. Durante más de cien años perdió esta ciudad la posibilidad de comerciar con América, algo que ha vuelto a recuperar en los últimos años. Pescadores cosiendo redes y preparando sus herramientas para la pesca, salteaban la orilla del Guadalete y recortándose sobre el cielo, las almenas y torres del Castillo de San Marcos.

Ignacio Gil, me esperaba en una de las tabernas de la Calle la Zarza donde los primeros vinateros habían instalado sus bodegones. Ignacio era miembro de la recién creada junta del Puerto de Santa María, y desde hacía días sabía a través de los correos que llegaban desde Cádiz, que llegaría hoy para que me informara de cómo marchaban las cosas por la ciudad en este ferviente deseo mío de transcribir a pies juntillas todos los acontecimientos que se daban en la zona.

Nos sentamos delante de unas copas de buen vino a pesar de que era muy de mañana y como si de un poeta dolido por un amor imposible se tratara, me encontré a un hombre derrotado. Intuí que su edad no le había dado tregua y que la guadaña de la muerte le acechaba. Su cara encurtida y sus manos ajadas me hicieron verle frente al puente de un barco en horas de tormenta, cruzando el océano en un viaje continuo sin punto final hasta ahora. Su boca desdentada y su cara huesuda, trajo a mi mente el recuerdo de mi padre cuando leyendo a la luz de las velas, proyectaba su nariz larga y afilada sobre mi cama.

En el Puerto todos le conocían, desde que empezó la guerra y tuvieron noticias de que se había constituido la Junta Central Suprema en Real Sitio de Aranjuez, había colaborado con Agustín de Sorozábal en todo lo que de ellos la junta había necesitado. En Octubre de 1808, trascendió en la prensa gaditana, la iluminaria que en todo el pueblo se realizó para festejar la oposición al francés con la celebración de un Te Deum en la Iglesia Mayor Prioral ante la patrona María Santísima de los Milagros.

-He sido un hombre bueno. Quizás demasiado bueno para morir en una ciudad en guerra.

Le deje hablar sin interrupciones, me limite a ir anotando cada cosa que decía o que intuía pues sus palabras se agolpaban al salir de su boca y sentí tanta lastima que no pude permitirme el lujo de decirle que no le entendía.

-Durante mucho tiempo he cruzado los mares mercadeando, la mar ha sido mi madre y la madre de mi madre. Vengo de la estirpe del agua y no hay nada más libre que el mar. -No se vivir en tierra, no puedo andar sobre el suelo quieto y tranquilo de arena y de piedra, necesito el vaivén de las corrientes marinas y desde Trafalgar no he vuelto a ellas.

-Se paro, largo tiempo, y sentí el deseo de imprecarlo, pero no lo hice y espere, mientras de la tahona cercana traían pan caliente a nuestra mesa. Entonces entendí algunas cosas. Ahora se cumplen apenas cuatro años de la batalla en aguas de Cádiz y muchos de los que allí estuvieron y algún día amaron el mar, le vieron embrutecerse con la muerte hasta un nivel de horror, que no han borrado de su rostro el sufrimiento de los que allí quedaron para siempre.

-Ahora mi vida es otra, requiso caballos para el Estado, del orden de setenta u ochenta al mes reintegrando a los dueños su valor de inmediato. Hemos fijado una guardia fija en Bonanza donde se doman potros usando como picadero incluso el patio del palacio del duque de Medina Sidonia, potros donados por los ganaderos de la zona para la causa de la patria. Vigilo el comportamiento de los presos franceses que aun quedan en la zona. Muchos de ellos provenientes de la batalla de Bailen y de la derrota de la escuadra francesa en la bahía, fueron embarcados en La Isabela hacía Marsella. Pero otros los que más, quedaron en Rota en el castillo de Santiago y aquí en el Puerto en el convento de La Victoria.

Le escuche con atención, entendiendo que su vida se había transformado por la guerra. Y que el cambio repentino de aliados había causado en este hombre, que ahora se desvivía por honrarse como un buen patriota, un sentimiento de pérdida irrecuperable. Tremendo esfuerzo mental que tus enemigos de Trafalgar sean ahora tus aliados y tus aliados tus más feroces enemigos.

Desde el principio de los acontecimientos se habían realizado levas lo mismo que en la capital de la provincia. En Rota se había formado la Milicia Honrada a cargo del comandante Dº José de la Piedra. En el Puerto Dº Francisco de Paula Savantes el Batallón de Voluntarios Distinguidos. Pero lo que más problemas estaban ocasionando en la ciudad era el comportamiento del pueblo ante los presos franceses y el temor por parte del gobernador del Puerto de los ataques que este provocaba a los mismos con el riesgo de insurrección en la zona.

Un clérigo emigrado francés, Juan Rossino, en un principio considerado traidor y alentador de posibles sublevaciones, da crédito en cartas a la Junta de la existencia de prisioneros franceses en condiciones lamentables y como algunos de los llegados en los últimos días habían intentado levantarse en armas en casa de Dº Juan Santuñe, viconsul. Que lograron hacerse con siete cañones y cuatro obuses que montaron en la Alameda, queriendo acabar con la vida del Arzobispo y del duque de Medinaceli, pero que habían logrado controlarlos y encerrarlos en la Victoria.

He conocido por último, que temiendo que las tropas francesas puedan avanzar hacía estos pueblos, se ha dado orden de que la población retirara los víveres, armas y ganados, así como los objetos preciosos de las iglesias.

Hay un ambiente enrarecido en la ciudad, vagos y maleantes deambulan por las calles. Rumores alarmantes de que la invasión se aproxima pueden provocar una algarada entre esta gente que vive demasiado cerca de unos prisioneros franceses a los que odian.

Diego de Ustáriz

Continuará

LA ACTIVIDAD PESQUERA EN LA BAHIA: 1800

DESCRIPCIÓN DEL EDIFICIO DE LA CHANCA EN CONIL:

LAS ALMADRABAS

EMBARCACIONES y matrículas DE CONIL, SIGLO XVIII

CARACTERÍSTICAS DE LAS ALMADRABAS DE TIRO O VISTA COMO LA DE CONIL

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HOMBRES EN LAS ALMADRABAS

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