El Alambique
Manolo Morillo
Miserables
San Fernando/Al final resulta que ese invento del que tanto hemos oído hablar —la máquina del fango— residía en la Isla del verano de Camarón socavando los arenales de Camposoto, la calzada romana semioculta y el castillo de Sancti Petri, Hércules o lo que los tartesos consideren oportuno. Nos estamos hartando, de fango, claro. Siguiendo mi costumbre vital de hacer una visita a la playa cada mes estival —a veces me estiro y voy alguna más— fui hace poco a la playa de los cañaíllas, un reducto antituristificador, con poco aparcamiento, zona militar delimitadora, alguna canasta de basket y un número insuficiente de chiringuitos per cápita. Camposoto: la playa del Castillo. Pues resulta que ese día mi esposa estaba contenta porque se veía allí y conmigo: aparcamos sin gastar un cuarto de tanque, con lo caro que está el Diésel, además, y nos habíamos posicionado en una zona céntrica, no muy atestada. Hinqué la sombrilla, dejé que me embadurnara de crema solar protectora factor resistente a Chernobyl y me dirigí al agua. Agua de playa, además. Mi favorita. Sin embargo, a mitad del camino, una sombra chinesca, como el manchón que un pintor loco escupe en un lienzo, se extendía entre la lengua de arena post-chiringuital y el agua salina. “Es fango, sólo. Bueno para el cutis” escuché decir a través de mis labios a los fantasmas de mil y una madres de isleños, así que continué mi peregrinar, como un misil Arena-Mar. Y entonces, ocurrió. La máquina del fango se abrió ante mí devorándome media pierna, que es como decir que se zampó un jamón de los de Joselito. Me vi succionado por el lodo hasta la rodilla y no exagero si digo que mi vida pasó ante mis ojos. Lo primero: la escena que me atormentaba en mis años infantes, normalmente en pelis en blanco y negro ambientadas en las selvas africanas, no necesariamente Tarzán friendly. La chica rubia que cae en arenas movedizas y se agarra como puede a una liana, pero se hunde, poco a poco, en una masa blandiblub sobre la que no puede ejercer fuerza centrípeta ni centrífuga, hasta que, con el fango al cuello y la boquita de piñón a pique de ser clausurada como los JJOO de París, es rescatada por a) un porteador, b) un héroe, c) el cuerpo de bomberos de Tanzania. Total, que allá iba yo, como pirata patapalo con extremidad cercenada por la carcoma, venciendo la cadera hacia la izquierda, dispuesto a recibir matarile —imaginen, para colmo de males: mi mujer detrás de mí, temiendo por mi vida, “para qué lo traería yo a la playa, dios mío, si siempre le pasa algo”, et alii—cuando apoyé la pierna derecha en un reducto sólido, conseguí hacer palanca y salí con la pierna ennegrecida y suave como el culito de un niño, en claro riesgo de resbalón, dicho sea de paso. Total, que la máquina del fango consiguió hacerme cangrejo moro y desandar lo andado, dirigiéndome a zonas menos Mordor de Camposoto, donde, esta vez sí, pude solazarme en sus aguas frescas, sin apenas algas, hasta que llegó la hora de partir. Parece ser que las últimas semanas mucha gente ha protestado porque la playa tenga zonas de lodo. La alcaldesa le ha echado la culpa a la Junta y la Junta a la alcaldesa. Se citan a reuniones y exhiben papeles subrayados. Yo creo que es un buen comienzo y propongo que se citen allí mismo, en la segunda pista. Podrán firmar con fango el acuerdo alcanzado, con las sucias huellas de sus propios dedos, incluso, si me apuran. Toda la Isla les aplaudirá.
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