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Crees que tres años después las heridas han cicatrizado. Es cierto que no pasa un solo día sin que se te venga a la mente, sin que lo eches de menos, sin que dieras lo que no tienes por volver a verlo, a abrazarlo, a pedirle consejo, aunque ya en sus últimos años los consejos no valieran y las palabras escasearan. Han pasado tres años, pero la huella sigue siendo grande, inmensa; y su presencia sigue latente, aunque ya no esté. En una reflexión, en una foto, en una postura que adopta tu hijo, en una pregunta de tu hija, en un comentario de tu amigo (“qué grande era”), en otro amigo suyo que se marcha, en un documento que aparece en casa, en San Juan de Dios... Y cuando menos te lo esperas, cuando creías que todo sigue adelante y el dolor ha encallecido, llega otro 25 de enero y el alma vuelve a encogerse, y las lágrimas vuelven a ser inevitables. Amor, se llama, y el de un padre es eterno.
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