Jan de Clerck: Un flamenco ante el nuevo imperio
Pioneros del turismo (VII)
Fábula del hombre que vino de Flandes a la tierra del duque de Alba para descubrir y hacerse fuerte en una costa de luz entre ingenios bélicos pasados y futuros
POR Cortrique, una ciudad de la Bélgica flamenca, han pasado todas las guerras desde que allí se libró la batalla de las espuelas de oro, en la que el conde de Flandes desafió al rey de Francia. Durante siglos no tuvieron un día de descanso, aunque la huella más brutal la dejaron unos sanguinarios tercios españoles. Codiciada por su ancestral industria textil, los niños aún hoy tienen pesadillas con el que los comandaba, el duque de Alba, al que siguen llamando el duque de la sangre. El 31 de enero de 1943 un obús alemán atravesó una de sus viviendas, de muro a muro, y milagrosamente no sólo no murió nadie sino que nació el hijo de unos industriales textiles que se dedicaban a hacer sacos para el grano con yute.
Sólo diez años después, en la tierra del duque de Alba se firmaban unos pactos entre un gallego que también despertaba pesadillas y el nuevo imperio por los cuales se desterraba a los mayetos de una rica huerta para instalar la más sofisticada maquinaria de guerra de cara a protegernos de algún lejano mal. Y en Cortrique no había ninguna guerra por primera vez en mucho tiempo. Los padres del niño nacido bajo los bombardeos se vinieron al sur a montar una empresa textil y conocieron a un garrochista jerezano, presidente de la Diputación de Cádiz por entonces.
En la tierra de los mayetos se extendía junto al mar y tras las dunas un pinar que era conocido como La Forestal y que era territorio militar. Cuando llegaron los flamencos del textil en 1965 se oxidaban los búnqueres abandonados de La Forestal y más allá estaban los restos de una antigua almadraba, propiedad de la Diputación, que ya no servían de nada porque no se sabe por qué los atunes dejaron de acercarse a las orillas de tan bélico emplazamiento. Y los flamencos del textil pensaron que era una pena que ese lugar, que en realidad era rabiosamente bello gracias a su inigualable luz, no tuviera otra utilidad. Y así fue como compraron al garrochista jerezano la antigua almadraba y construyeron un hotel al que no fue nadie.
En 1969 el niño que había nacido bajo las bombas de Cortrique llegó a ese paraje en su viaje de luna de miel y se instaló en la antigua almadraba que decían que era un hotel. Era espabilado. Dijo a la familia dejadme a mí y vosotros seguid con el textil, que es de lo que sabéis. Detectó que los turistas no venían, sino que había que ir a buscarlos. Así que volvió a Cortrique a por ellos, pero también descubrió que los alemanes que antes bombardeaban casas ahora eran amantes de la luz y por eso llamaron al lugar Costa de la Luz y a la antigua almadraba Hotel Playa de la Luz.
En Stuttgart encontró unos fieles admiradores de este nuevo enclave de paz. Es verdad que era un lugar distinto porque en la ciudad por las noches los soldados del nuevo imperio se entregaban a la diversión, que consistía en buscar chicas y pegarse entre ellos. Por eso había una policía de los soldados que iba de blanco y que sofocaba el exceso de diversión con unas porras que eran blancas también. Se movían en una pick-up que los herederos de los mayetos desterrados bautizaron como ‘la pica’. Pero todo eso ocurría más allá de La Forestal, que ejercía como frontera entre el pueblo y el oasis de luz del joven de Cortrique. A los alemanes no les molestaban.
Una vez desaparecido el gallego que había pactado con el nuevo imperio, el país del duque de Alba se transformó y organizó mundiales de fútbol, olimpiadas y una exposición universal, que fue donde el joven de Cortrique estableció contacto con el touroperador de los touroperadores alemanes, TUI, que empezó a enviarle más y más alemanes. Por eso se le quedó pequeña la almadraba y el hijo de la industria de los sacos de grano necesitó más hoteles. Así que compró otro en el pueblo porque los soldados del nuevo imperio ya no montaban tanto escándalo y otro en Jerez, de donde era el garrochista que le había vendido la almadraba. El juego de palabras estaba cantado: aquel flamenco tomaba posesión de la tierra del flamenco. Un pacífico ajuste de cuentas con el duque de Alba. Estaba orgulloso el emprendedor, que ya tenía tres hijos, de su pequeña cadena de hoteles y a su grupo lo denominó hoteles con encanto, porque era verdad que lo tenían.
Aquel niño flamenco nacido bajo los bombardeos era Jan de Clerck, un hombre fundamental en la historia del turismo de la provincia, y aquel pueblo de luz era y sigue siendo Rota.
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