Hace unos 30 años un adolescente que empezaba a tener sombra encima del labio superior entraba tan asustado por un cambio radical en su vida como ilusionado porque subía un peldaño y ya se podía considerar más mayor. Con el paso de los días iría conociendo los recovecos de aquel edificio que iban mucho más allá de esas gruesas columnas que se veían en su patio. Poco a poco iría asociando nombres a aquel edificio, algunos todavía con la consideración de don y otros ya con su nombre a secas. Javier en Lengua, Magdalena en Naturales, Avelino en Latín, las matemáticas de Juan, la historia de la peculiar Ofelia, la informática de Arturo... Compañeros que iban y venían cada año y el mismo recorrido de 200 metros desde su casa a ese inolvidable Instituto Rosario. Aunque mañana se convertirá en un museo, el espíritu de todos los que pasamos por allí permanecerá para siempre.

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