El arte de pavía

De entre las nubes, surge el maligno y me suelta sobre la pavía dos pegotones de salsa gaucha

Cada noche, siempre a las tres de la mañana, sueño con que visito, en pantalón corto y con una camiseta que dice "Yo lo que quiero es que me coma el kiwi", el museo de la pavía. No sé en que ciudad estoy. Pero si sé que mi fantasía nocturna comienza cuando una mujer me entrega la entrada en una taquilla que simula ser un perol con dos asas.

La mujer flota en el aceite como si fuera el Juan Sebastián de Elcano cruzando el Atlántico. No lleva velas al viento sino un tenedor en una mano y un tarro de mayonesa Ybarra en la otra. Sus pies se posan sobre un bacalao noruego que la pasea por las aguas. Al fondo, el oso perjudicado de la cabalgata de Cádiz pide un donativo para que le pongan derecho el cuello… En los sueños siempre hay cosas incomprensibles.

En mi museo imaginario de las tres de la mañana no hay pinturas de Rembrand, ni esculturas de esas que aparecen en las películas de romanos. No está Dalí y no aparece el cuadro de Guernica que tanto jindoi da. No está tampoco el cuado ese de los tíos vestios de época dándose la mano entre banderas y que venía en las cajas de tarros de colonia que le regalaba mi madre a mi padre por Navidad.

En mi museo no hay cubismo, ni romanticismo, ni clasicismo, ni se acerca un guardia diciendo que hables bajito no se vaya a despertar la bella durmiente.

En la sala primera, entrando por la derecha, hay cuatro mesas y con música relajante una camarera, vestida de diosa romana te trae, acompañada con un tio con un arpa, una pavia de Paco Ceballos. Por la sala se pasean unos elfos y unos ángeles regordetes tirando minipicos Yeye al viento. De una fuente brota Cruzcampo…y de otro grifo sale Cruzcampo 0,0, como símbolo de igualdad entre los humanos.

La camarera se me acerca más que insinuante, pavinuante y me coloca sobre la mesa una pavia de casi metro y medio de largo… Los sueños son así, no controlan los volúmenes. Un ángel gordito me trocea la pavía. En la pared cuelga un cuadro de legionarios romanos lanzando morterás de ensaladilla armados con un cucharón. Una morterá le da al oso de la cabalgada de Cádiz y se le endereza el cuello.

De pronto, de entre las nubes, surge el maligno y me suelta sobre la pavía dos pegotones de salsa gaucha. En ese momento siempre me despierto sudando y con el corazón más acelerao que una morena antes de meterse en adobo. Siempre vivo con la esperanza de que los sueños se hagan realidad.

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