Serendipias

El vino se llama “vino” porque nos vino del cielo, venía a decir una copla con bastante verdad histórica de fondo

Juan Ramón Jiménez se quejaba de que el ruido no le dejaba ver. A mí, sí. Hay un momento en la caseta de la feria en el que el ruido hace imposible cualquier conversación con tus vecinos de mesa. Es el momento de las visiones.

El jaleo se da la vuelta y se convierte en una campana en cuyo centro reina un raro silencio. Miro al infinito mientras paladeo mi copa. No me asombran, pero me admiran las casualidades y los hallazgos que la han traído a mis labios. No me asombran porque los orígenes míticos del vino en general ya son muy casuales. Noé da de chamba con la cosa. Tanto, que le coge por la espalda. Y Dionisios, siendo un dios, tampoco es más científico. Los relatos son reverberaciones del descubrimiento histórico del vino, que, sin duda, ocurrió de milagro, gracias a Dios, cuando los primeros sedentarios almacenaron las uvas, y el zumillo les fermentó, felizmente.

En el Marco de Jerez hemos ido sumando sorpresas a la sorpresa. Por casualidad y buenas cosechas, se dio con el sistema de criaderas y solera, ejemplo perfecto del funcionamiento de la tradición, donde el vino nuevo se funde con el viejo y nace uno eterno. También se descubrió por casualidad el brandy, gracias a un pedido de holandas que unos desencuentros comerciales dejaron más tiempo del previsto esperando en sus botas. Las holandas, nada más que alcohol del vino, empezaron a lamer sabiamente las maderas empapadas de oloroso o de Pedro Ximénez, como tontas, y salieron listas para el consumo más exquisito.

Incluso el palo cortado es otra gozosa serendipia. Fino que se tuerce, parece, y que se aparta, pero que coge por su cuenta y riesgo el caminito del oloroso, aunque con mucha flor en la memoria. Sale tan solo que hay quien desprecia el palo cortado que se corta a propósito.

Yo no desprecio ninguno, pero confieso en que estas historias de los vinos que nos bajan del cielo y de la felix culpa hay mucho fundamento teológico. Algo tan bueno no se puede deber al trabajo del hombre. O no en su principal medida. Hay una oración subconsciente en tanto descubrimiento providencial. Se trata de datos históricos; pero también de un pudor muy señorial de decir que, si al vino no se le echa agua, mucho menos sudor a su proceso productivo. Que ni siquiera es producción, sino crianza, y que no va sola, porque la guía la naturaleza y la sobrenaturaleza y, entre medio, nosotros, muy atentos, para no perder comba.

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