
El Alambique
Juan Clavero
Un alcalde miserable
Más allá de lo amarillo
Sise quiere ver fútbol, veáse la Copa. Nada como ese estar en el precipicio en cada partido. ¿Será este partido el último? En la liga la pasión se duerme a menudo; por ejemplo, los del Cádiz cabeceamos con el fútbol tedioso del equipo amarillo. En la liga, si pierdes un partido, no pasa gran cosa, quedan 20 o 30 para recuperar los puntos perdidos, se piensa ipso facto. Y sigues en la competición, aunque la esperanza esté muerta. El Valladolid ya ha descendido, sin embargo, ahí seguirá jugando hasta el final para nada. Penosamente. Locos por ver terminar el suplicio, que se alarga sin sentido. En segunda, ¿qué pinta el Cartagena? ¿Con qué ilusión se va a ver a este muerto futbolístico? La Copa es intrínsicamente deportiva, pues el deporte verdadero lleva a la eliminación absoluta del otro. Así, si pierdes con Alcaraz, te vas del torneo. en esa lucha sangrienta que ponen en cierto canal por la madrugada, uno de los dos acaba perdiendo siempre. El ganador y el perdedor surgen muy pronto, no hay piedad para el caído, como en la vida, no hay vuelta atrás ni redención posible. Los equipos van cayendo uno tras otro en medio del tiroteo. Y la emoción va aumentando a medida que vas eliminando rivales. Hasta que te llevan al inútil estadio de la Cartuja. ¿Merece la pena gastar el dinero del contribuyente en crear y, luego, remozar, un estadio para un partido al año? Hala, que a mí no me duele la cartera, pensaría el genio que tuvo la envidiosa idea de crear un Wembley imposible. En fin...
Y ya una vez eliminados todos menos dos, se llega a la gran final, la de la gloria o la nada. Es más horrible, paradójicamente, quedar subcampeón de la Copa que ser eliminado por el débil Eldense desde la primera eliminatoria. Nada hay peor que perder una final. Que se lo pregunten a la masa blanca que fue a Sevilla esperando ganar al Barcelona y... lo mismo si hubiera sucedido al revés, cosa que estuvo a punto de acontecer cuando el Madrid, tras un primer tiempo horrible, echó mano de Embapé y le dio la vuelta al pollo. Tras una una primera parte bastante del Barça, los blancs despertaron de la hinopsis que produce ver pasar el balón lánguidamente por las narices sin catarlo. Si Embapé podía jugar, ¿Por qué salió tan tarde? Que no estaba para 90 minutos, arguyó un Ancelotti desmejorado, como acabado. La máquina de picar carne de Flor es implacable. Deja el chicle, ponlo desde el principio y si te juega 60 o 70 minutos, po vale, po zi. En dos goles franceses a balón parado, el Madrid impuso su ley. Los culés quizá vieran la Copa ya en la Castella; pero esa es la grandeza del fútbol, que hasta el pitido final no se ahogan las expectativas. Y en un balón relativamente claro de defender, Ferrán se adelanta al furibundo Rúdiguer y con habilidosa lentitud, pasea el balón hasta la malla. Gana Barça, luego gana Madrid, luego no gana ninguno de los dos. A la prórroga. El músculo roto, la grada ardiendo. Los corazones temen un final apenaltado. Ay, Virgencita, que si hay penaltis la fibrilación auricular me manda pal Mancomunado. Pierde un balón uno de blanco, y un lateral derecho, entra con unas ganas locas y le mete el pie a la bola desde fuera del área o casi y la longitud de Cortés no llega. Finish, Don Felipe, la Copa, las copitas, medio campo vacío. Non habemus Papa. Pero tenemos un campeón hasta el año que viene.
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