He dudado en titular esta columna como lo he hecho o decir simplemente: "¿Merece la pena?". Me refiero a esto de ir a rastras de los acontecimientos, bien para comentarlos, bien para intentar en vano darle voz a los que dudan de todo, convencidos de ser víctimas de contubernios donde la única verdad es que no hay verdad alguna.

Parece -sólo parece- que basta saber contar con los dedos para llegar a la conclusión de que la política que se practica en este Reino -¡Reino, mamarrachos!-, a riesgo de que me tachen de fascista los que lo son bajo la capa del progresismo andante, precisamente porque han sido ellos los que han convertido la política en un espectáculo siniestramente totalitario.

La UE, esa cosa que empezó siendo chalaneo entre comerciantes y hoy es lo que usted quiera: hada madrina, pañuelo de lágrimas, coartada si conviene, madame de casa de putas… de momento ya ha dicho que España es un estado fallido. Veremos qué dice cuando el Gobierno culmine su propósito de derribar todas las instituciones constitucionales, como la monarquía o la judicatura, que es su único objetivo.

Ha tenido que llegar la pandemia para poner de manifiesto que los países no pueden estar gobernados por ventajistas ambiciosos, que van a lo suyo aprovechándose del desconcierto que produce lo inesperado y así burlar las leyes o establecer por decretos otras que favorezcan exclusivamente sus intereses, caiga quien caiga; que se desprecie hasta las opiniones de los que saben: economistas, científicos, especialistas que advierten el funesto final que va a traer tanta incompetencia, tanto egoísmo, tanta ignorancia, tanto desprecio hacia los demás, y que estas credenciales se hayan convertido en las cuatro patas que sostienen el tinglado de la mentira, de las limosnas a cobro revertido de los desgraciados que no tienen ni futuro.

Europa ya ha dictado su veredicto. Este país se hunde y tardará años en recuperarse si desde ahora mismo no se corta de raíz todo lo que amenaza sus estructuras y se insista en despreciar la opinión de los ciudadanos. La muestra más evidente está plasmada en la pretensión de crear el Ministerio de la Verdad y todos los chiringuitos donde cobijar a los que ya han demostrado que no sirven ni para hacer puñetas. Ahí está el acoso y derribo de la propia lengua; acabar con la libertad del ciudadano para elegir libremente la educación de sus hijos; rebajar el nivel de exigencia y hacer de la enseñanza un trámite ocupacional sin rigor alguno, de tal forma que las futuras generaciones de españoles no puedan competir con el irremediable mundo globalizado y convertirlas en manadas de borregos sin criterio.

La cuestión estriba en cómo reaccionar contra los intereses partidistas. Quizás no hay forma de hacerlo porque todo ya está visto para sentencia y no merece la pena.

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