Es sabido que el absolutismo consistía en que el gobernante no estaba sometido a ningún tipo de limitación institucional y, fuera de la propia ley divina (¿), todos sus actos eran justificables porque buscaban siempre el bien común. O al menos esa era su coartada.

Fue patrimonio de monarcas, y a diferencia del sistema republicano, donde era indispensable la división de poderes, el rey gobernaba el Estado a su antojo: legislaba, administraba, impartía justicia y tenía siempre la última palabra en todos los asuntos que concernían a la nación. Esas eran sus atribuciones para desgracia del resto de sus súbditos. Si, además, el monarca era corto de luces -como la mayoría-, sus validos eran los encargados de mantener el andamiaje para que nadie atentara contra esos sus privilegios, al fin y al cabo el pueblo siempre estuvo para esperar y perder.

El modelo absolutista, con el paso del tiempo, fue vistiéndose de otros ropajes y otros lenguajes, siempre con el bienestar del pueblo como pretexto aunque lo importante fuera mantener el poder absoluto en manos de muy pocos. Sin embargo el absolutismo clásico no necesitó doctrinas ni ideologías. El poder era por la gracia de Dios y punto (¡!); pero claro, a medida que el reino de las sotanas fue perdiendo fuerza, nacieron los socialismos, los comunismos, los fascismos con credos para fanáticos y que en la actualidad se revisten con un concepto altamente controvertido ya que se presta a muchísimas  interpretaciones, pero en la mayoría de los casos un subterfugio que cobija un progresismo muy rentable para los que lo practican. Lo curioso es que la teóricamente mejor informada sociedad actual -¿repito lo de teóricamente?-, permita que sujetos sin preparación alguna, aventureros oportunistas, puedan llegar a gobernar un país que en su inmensa mayoría está compuesto por personas indefensas, con problemas diarios y con la incertidumbre de un mañana muy precario. Y esto es lo que verdaderamente llama la atención.

El absolutismo moderno no ha variado del de ayer ni en sus argumentos ni en sus estrategias; quizás algo la metodología; pero el principio de su verticalidad sigue invariable; es decir, que los distintos niveles de gobierno -nacional, autonómico, provincial, local- deben pertenecer al mismo bando para que el poder no se diluya; que toda interferencia supone impedimentos para los que, como se está viendo, anteponen sus egoísmos personales a ese teórico estado del bienestar que se limita a un triste reparto a capricho de prebendas a todos los que con el humo de sus incensarios y su palabrería ocultan el fracaso social que provocan. Les basta con frivolizarlo todo a base de fomentar un consumismo desaforado, un derroche de promesas incumplibles, un falso discurso donde el derecho se convierte en limosnas con las que compran voluntades.

Es la nueva versión del absolutismo sin la obligación de admitir que el poder procede de Dios; este de ahora depende de las ambiciones de unos cuantos. Ahí están la labor de zapa a las instituciones, ataques a la prensa libre, zancadillas a la Justicia y esa operación de acoso y derribo a todo lo que pueda ser contrario a esas intenciones totalitarias. No sé si me explico.

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