Mi dormitorio se abre a la ciudad a través de dos balcones. Desde uno se divisa la puerta de una morgue; desde el otro, el patio y la entrada de una escuela infantil. Si llega a la hora adecuada, quien espera en el coche fúnebre escucha, quiera o no, la expresión más definitiva de la vida: una amalgama de risas, llantos y gritos infantiles; si sale a la hora precisa, ante los ojos del niño se cruza, quiera o no, la representación más explícita del fin: dos hombres acomodando la carga en el vehículo oscuro antes de arrancar hasta la última estación. No siempre se da esta encrucijada pues la cotidianeidad marca que la vida y la muerte permanezcan cada una en su orilla. Pero con estas vistas privilegiadas se aprende mucho, que nunca sabes qué te espera al doblar la esquina, por ejemplo, y que, a veces, es mejor ignorarlo.

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