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Manuel Irigoyen, ahora encumbrado a los laicos altares del cadismo, fue un presidente del Cádiz con luces y sombras pero a quien el paso del tiempo ha contribuido a resaltar sus logros olvidando en parte sus desaciertos. Un presidente de carácter, cuando el club aún no era una empresa (el Cádiz triste -SAD- vino después), que tuvo que aguantar carros y carretones por parte de la afición, con aquel histórico grito de “Irigoyen, ca...” en mitad de un más que respetuoso minuto de silencio, y a quien no le habría dado la vida si hubiera decidido enviar cartas a los aficionados que lo insultaban o criticaban en cada partido... Un presidente también dado a arreglar en invierno los fallos del verano en la confección de la plantilla, pero que fichaba escuchando a sus colaboradores y que gustaba de tener en el club peloteros de calidad que, con sus limitaciones, sabían que lo redondo que rueda por el campo es el objetivo del fútbol.
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