El Alambique
Manolo Morillo
El trompeta
Anoche, en la tormenta lejana se veían los fucilazos. La luz desperdiciada de los olvidados dioses, intentando resucitar. Era como un contrasentido, como una sonrisa sardónica para recordarnos que ellos tienen luz y nosotros la perdimos. (Nunca sabremos por qué fue, y tenemos claro que volverá a repetirse, entre grescas de políticos inútiles que gritan por delante y se callan por detrás. Y soy benévolo con ellos).
Por un lado puso de manifiesto la vulnerabilidad humana. Solos, aislados, sin certezas, enfermos, pudimos entender que papá gobierno nos permite vivir como estamos, y aunque cosidos a impuestos, si nos cuestionamos su paternidad, habrá más de lo mismo. Eso está en las cenagosas redes sociales, que son como un juego de bolazos de nieve, pero casi siempre de mierda. Los altos ingenieros no saben, con certeza, cuántas cosas sé truncan irreparablemente con el juego de esas grandes palancas que nos dejan, de improviso, a oscuras... Llega el terrible aletazo de la sombra en momentos cruciales…
jAh!, esa luz, cortada en seco, guillotinada, fulminada, sin puntos suspensivos… Esa luz implacable, inapelable, ordenancista, que nos huye, de cuyos cables nadie se puede sujetar para aguantarla… Esa luz a la que nuestros ojos civilizados se aficionaron, seguramente con exceso, sobre la que se confiaron rotativas y tornos, poleas y complicadas maquinarias y que ahora tan se nos regatea su vuelta.
Recuerdo los apagones que se daban cuando éramos pequeños. Los quinqués, las palmatorias, los pericos, las velas. Casi siempre o mucho, la oscuridad quitando la sombra a los espejos. Nuestra compañera del suelo ahogándose en el mar de la nocturnidad.
Recuerdo cuando fui bibliotecario de la Lobo, la visita de los colegios. Niños, muchas veces todavía pequeños que se quedaba asombrados al verse rodeados de tantos y tantos libros. Recuerdo a un grupo preguntándome: Maestro, y cuándo leían. Y les dije que, entonces, no había luz eléctrica, ni radio, ni televisión, ni teléfonos, y que, el hombre inquieto, necesitaba leer para distraerse… Uno de ellos me contestó…Qué aburrío… ¿No? Y les expliqué, sonriendo, atávico, que por los libros conocíamos a los que mandaban, a los gobernantes. Les hablé del filósofo Ligurgo, que nos enseñó que era ley en Roma que todos los que descendiesen de los Tarquinos, Escauros, Catilinos, Fabatos y Bitontos, no tuviesen oficios en la República, ni aun morasen dentro del ámbito de Roma, y esto se hizo por amor del rey Tarquino, y el cónsul Escauro, y el tirano Cathilina, y el censor Fabato, y el traidor Bitinio, los cuales todos fueron en sus vidas inhonestos y en sus gobernaciones muy escandalosos…
Me miraron raro. Muy raro… Hoy, al cabo del padre tiempo que contiene la muerte, les diría que el aburrimiento es un imán perdido que todo lo atrae, que la verdadera historia es el olvido que contiene la muerte, y que el recuerdo no es más, que un inmenso campo sembrado de liturgia y tiempo
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