La esquina del Gordo

Sin ánimo de ofender

Aún no había pasado el rasero que lo iguala todo para robar el alma auténtica de los pueblos, que es lo que se ha perdido y ya es irrecuperable

Ahora se denuncia que el turismo en España ha descendido a niveles de 1969. No es verdad. El turismo que hoy va desapareciendo por culpa de la pandemia no se parece en nada al de hace sesenta años. Haber tenido la oportunidad de conocer el primitivo, con posadas, comedores con hogares de piedra y hornos de leña asando corderos a la vista del público, o chiringuitos playeros con manteles de hule, sillas deshermanadas, mesas cojas y de comer lo que hubiera, daba también la opción de ahondar en las raíces de cada lugar: su lenguaje, sus gustos, sus costumbres. Aquellos sí que eran otros mundos, distintos unos de otros porque aún no había pasado el rasero que lo iguala todo para robar el alma auténtica de los pueblos, que es lo que se ha perdido y ya es irrecuperable.

Antes de que el turismo se convirtiera en la única industria de España, quiero decir en sus albores, cuando convivía con la siderometalurgia, la industria pesada, la naval; vamos, antes de que el INI se hiciera cargo de la morralla improductiva, hasta que la SEPI volviera a convertirla en morralla nacionalizada, hacer turismo tenía su encanto sin necesidad de guías ni de rutas turísticas adocenadas.

Me da por pensar que el origen del turismo —el anterior a la masificación y al que fuera llamado Industria— se remonta a cuando el ciudadano empezó a tener una autonomía inédita hasta entonces. Solo o en compañía de otros, alquilaban un coche y se aventuraban por esas carreteras tortuosas anteriores al MOPU de Silva Muñoz, don Federico. Después, cuando estos aventureros fueron acompañados por atrevidas señoritas para vivir "de estrangis” las dulces aventuras eróticas, —un fulano con 600 ya era una bicoca per se—, el turisteo tuvo un morbo añadido; ya no estaba motivado exclusivamente por el cordero en horno de leña ni por los calamares de potera, sino como ensayos generales previos al vivan las caenas que, en muchos casos, terminaron en matrimonios ‘por la iglesia’, que tantas familias numerosas proporcionaron. ¡Pecadores!

Pero, claro, como el nivel de vida iba creciendo, el turismo familiar fue masificándose. Primero con la vuelta al pueblo de los que emigraron; después, al ir faltando los padres y sus casas, alquilando habitaciones en otras ciudades de la costa o en las residencias de Educación y Descanso, tan proletarias todas y, por último, con la compra de las segundas viviendas que se pagaban alquilándolas bajo cuerda. Y los pueblos empezaron a ser invadidos por masas amorfas de extranjeros y compatriotas insensibles para apreciar los verdaderos valores que los distinguieron.

¡Sacrílego aquél cartel de un conocido chorizo en la tienda oscura de un ignorado pueblo! Fue la muerte de lo autóctono, de la curiosidad por descubrir lo genuino y en la seguridad de que en cualquier parte estarían los yogures habituales, los embutidos envasados al vacío y los bufés estereotipados. Se había cambiado la aventura por el adocenamiento.

¿Industria Turística, dice usted? Los confinamientos han puesto todo el sistema contra las cuerdas y empieza a cuestionarse si no hay que cambiar los esquemas, porque el turismo de aluvión tiene los días contados.

Dicho todo sin ganas de ofender.

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