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Cuando muere un autor nos queda su obra literaria. Javier Marías, uno de los mejores escritores españoles de su generación, ha fallecido en Madrid, su ciudad de nacimiento y elección.

No pretendo glosar a Marías, plumas de mucho peso lo han hecho. Tan sólo aportar mi visión, la de un aprendiz de todo, que tuvo la oportunidad de acercarse a el y aprender lo que pude.

Tuve la suerte de tratarlo. Mi destino en la Complutense; Universidad en la que se licenció en Filología Hispánica y de la fue profesor, antes de impartir en la de Oxford; hizo de puente entre ambos. La UCM, además de su excelencia, tiene la inteligente costumbre de organizar encuentros literarios, a los que me apuntaba.

Recuerdo como un día del 2014, Javier acudió a la biblioteca de la Facultad de Filología, con su libro Así empieza lo malo bajo el brazo, y a partir ahí lo seguí en los encuentros y desencuentros que participase. Nada de regañón, destemplado y quejica en la distancia corta. Mucho humor aprecié en nuestros encuentros. Quizá porque no había ataduras ni cuestiones previas. O tal vez porque le importaba las críticas de sus mas cercanos. Aprendí mucho más de lo que imaginé antes de ingresar en la nómina de la Complutense, allá por los años 90. Si que ha llovido.

Recuerdo también, como en 2015, después de la Feria del Libro del Retiro, un reducido grupo, disfrutamos con él en la Cuesta de Moyano, la más leída de Madrid. Todo un lujo.

La última vez coincidimos en el Círculo de Bellas Artes, en una de esas convocatorias para no perderse: Festival Eñe-17. Con sus amigos Arturo Pérez-Reverte y Agustín Díaz Yanes, dio un repaso a la amistad, el amor, la pasión y la vida. Casi nada.

Quedan en mi biblioteca sus obras con afectivas dedicatorias. No se pueden imaginar la emoción que siento cuando las releo. Aunque Javier Marías se marchó, el alma de sus textos me acompaña en las estanterías de la biblioteca de casa.

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