Aestas alturas aún no conozco ninguna actividad llevada a cabo por políticos que no haya resultado un éxito sin precedentes.

Como isleño no suelo prodigar mis comentarios de lo que ocurre en La Isla. Lo siento por los que puedan creer que es menosprecio; no es así, pero cuando se cae en la cuenta de que cualquier expresión contraria a las verdades oficiales pueden herir sentimientos, prefiero mirar para otro lado.

Mal que nos pese La Isla actual es la consecuencia de aquella jerarquizada donde los galones se imponían a las razones; donde reinaba un conformar generalizado desde el momento en que cada familia tenía un paraguas protector que permitía, no libertad, pero sí una cierta independencia. La Armada y sus innumerables dependencias, la Bazán y sus empresas subcontratadas, la Constructora y su deriva degradante, un comercio cuyo peso específico dependía sobre todo de su relación con el trío de ases expuestos más arriba y una clientela de a pie asentada gracias a la seguridad casi religiosa de sus cobros, componían un cuadro perfecto mientras la corbata se consideró una conquista social.

Cuando la tortilla dio la vuelta, llegaron las grandes superficies, cesó el pleno empleo y todo empezó a medirse con una regla hasta entonces desconocida que se llamó productividad. La Isla cambió a peor. Al carecer de iniciativas privadas porque era más cómodo vivir de las tetas estatales, nadie fue capaz de prever la jugada; los que debieron no supieron; los más fueron cerrando sus negocios, desaparecieron los talleres modestos, aquellas tiendas de la esquina que tanto contribuyeron a mantener el paisaje consuetudinario y, hasta cierto punto, de siesta confortable.

Con la democracia llegó el cambio de amos. Ya no fueron los poderes fácticos los únicos que decidían. Llegaron -solo en principio, muy al principio- unos espontáneos bien intencionados que creyeron que todo se resolvía con buena voluntad, estos que en la actualidad están representados por infalibles que, hagan lo que hagan, sin importar las formas, revisten sus acciones como éxitos sin precedentes. Y empezaron las auroras boreales y las realidades virtuales: parques empresariales, instalaciones deportivas en todas las barriadas, museos para las ciencias y los mares, hoteles con encanto, multiplicación de funcionarios municipales y una población envejecida que vivía al margen de sus vicisitudes como pueblo gracias a sus pensiones, sobre todo cuando desde las alturas se decretaron las prejubilaciones indemnizadas.

También llegó Fitur. Una feria internacional tendente a barajar todo el turismo mundial en una mezcla de derroche publicitario y de irrealidades consentidas. Y allí llegó La Isla con su expositor de cuatro duros aunque constara un riñón, su playa virgen, su turismo sin definir, su maqueta de Bahía Sur como el baúl de la Piquer y las vacaciones pagadas -dos, tres días- para los concejales más agraciados y los funcionarios más conspicuos, pero ni siquiera una oficina para contactar con los touroperadores dueños del cotarro.

La versión de este año ha sido, cómo no, un éxito inenarrable con su estandarte Yo hice la mili en San Fernando. Aquello sí que fue negocio turístico seguro a pesar de que los que venían obligados a marcar el paso cambiaran el nombre de la ciudad por este otro más descriptivo: San Fregando.

Vivir para ver.

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