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La esquina del Gordo

Dios le ampare, imbécil

En el fondo nos sentíamos libres porque estrenábamos nuestro futuro con cada nuevo día

Ese fue el título de un conjunto de novelas cortas que el gran Álvaro de Laiglesia publicó en 1955 -ayer-, un privilegiado más como tantos otros autores geniales de aquellos tiempos (Mihura, Tono, Fernández Florez, Jardiel…), y que hoy, por desgracia, son perfectos desconocidos. No pretendo hacer una exégesis de ninguno, pero fueron ejemplos de cómo desde el humor y con inteligencia se podía esquivar hasta la censura más feroz, nunca más implacable que en aquella época.

Los títulos de las novelas de Laiglesia ya eran, en sí mismos, provocativos: Fulanita y sus menganos. ¡Nene, caca. Toda la mierda es marrón. Un náufrago en la sopa. Sólo se mueren los tontos. Larga y cálida meada… Todos con su carga de ironía y de sarcasmo para retratar a la sociedad de entonces. Si añado que todos los autores citados hicieron posible La Codorniz, cuyo lema fue: La revista más audaz para el lector más inteligente, ya era suficiente para hacer cola en los kioscos los días de su aparición en ellos. Colas que entonces sólo se hacían en los economatos y en los estancos los días que tocaba presentar la cartilla para recoger lo que tocara en los racionamientos. Por favor, que esto no suene ni a premonición ni a advertencia.Lo triste es que ¡Dios le ampare, imbécil!, se ha convertido en la respuesta automática de la casta ante cualquier demanda de la ciudadanía. No es por señalar a nadie en particular pero ver a Pedrín en la tele, aunque sea un instante, ya es suficiente para entender lo que le importamos; su prepotencia es la expresión de que está tan por encima de todo y de todos, que no nos lo merecemos; vaya, que la suerte que tenemos con él no la vamos a tener jamás. 

Con esto no quiero decir que nunca hayamos sido maltratados -se dice ninguneados- pero es cierto que entonces nos sostenía la certeza de que todo dependía, fundamentalmente, de nuestro propio esfuerzo. Y sí, con un natural trasfondo subversivo en la universidad, en los centros de trabajo -recuerdo imborrable de la Perkins, la Pegaso, la Barreiros y casi toda la industria pesada del país-, incluso en los sindicatos verticales donde se agazapaban los de la revolución pendiente mientras cobraban un sueldecito, que mejor era una mesa aunque fuera en un pasillo o entre los ascensores, que andar dando tumbos en el pluriempleo. Aquello fue una Dictadura declarada y punto, sin subterfugios como la de ahora.

Pero hablábamos de literatura, de Álvaro de Laiglesia y todos los que como él, a base de ingenio, sin ánimo de revancha alguna, sirvieron para poner una sonrisa, un halo de esperanza a los que intuíamos que la libertad era posible aunque siempre al margen de lo político, que detrás o por encima de toda la política había vida. Con esto no quiero decir que fuimos héroes, pero en el fondo nos sentíamos libres porque estrenábamos nuestro futuro con cada nuevo día.

Hoy no tenemos a ningún Alvaro de Laiglesia, ningún Miguel Mihura y se nota. No tenemos a nadie capaz de hacernos sonreír. Y perdemos todos. 

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