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La esquina del Gordo

Bonos culturales

Comprendo que tener alguna noción de Historia tiene sus inconvenientes; enseguida afloran las comparaciones que se repiten precisamente entre los/as que las ignoran por completo, y son más felices

Se cuenta que un antequerano, nacido en 1838, Francisco Romero Robledo (a) 'El Gran Elector', activo individuo contra Isabel II, del Partido conservador de la época, seis veces ministro en diferentes legislaturas -desde Amadeo I, a Alfonso XII, pasando por la Regencia de María Cristina-, casado ya mayorcete con la hija de un traficante de esclavos, o sea, casi nadie al aparato, digo que de él se cuenta su forma de hacer campañas en periodos electorales: cargaba una mula con los serones camineros llenos de duros de plata para ir repartiéndolos entre los campesinos analfabetos a cambio de sus votos. Comprendo que tener alguna noción de Historia tiene sus inconvenientes; enseguida afloran las comparaciones que se repiten precisamente entre los/as que las ignoran por completo, y son más felices.

Que el inquilino actual de La Moncloa se haya sacado de la manga esos bonos culturales de 400 € (silencio absoluto, de momento) para los que cumplan la mayoría de edad el mismo año de las próximas elecciones, como ve, no es nada nuevo, sólo ha variado la estrategia y la cuantía, ya que un duro de plata podía resolverle el mes al cateto de antaño y los 400 € de hoy, a un chaval o chavala de hoy solo les alcanza para un par de botellones, rayita incluida.

Claro que en la modernísima dialéctica, esto ya no se llama soborno, sino bono cultural; y que ahí pare, porque en la pantomima que se vive, lo cultural igual puede interpretarse como base para el estudio de las miradas lascivas o para ahondar en la concienciación social sobre la dignidad de los animales de compañía.Los que creímos que para adquirir un cierto barniz de ilustración había que empezar leyendo -más en provincias cuando las exhibiciones culturales estaban en manos de sanedrines de intelectuales domésticos-, recurrimos a la compra de libros a plazos, única salida para demostrarnos nuestro particular sentido de la independencia.

Recuerdo mi primera 'inversión': Maestros rusos de la Literatura, Planeta, (1960), papel biblia, cubierta de piel y lomos dorados. Cuando hoy los sigo viendo en mi estante -llamarlo biblioteca me parece una pedantería-, me produce un cierto orgullo, no por haberlos leído, sino por la íntima satisfacción de saber distinguir y poder mandar al carajo a los nuevos Romero Robledo.

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