Alfonso es padre y tiene reconocida la reducción de su jornada laboral por el cuidado de una menor. Vive con él su hija Ana, de once años. Se hizo con su guarda y custodia tras un truculento proceso judicial del que salió victorioso. Uno de los hechos que provocó esto fue su capacidad para conciliar su horario laboral con el familiar, es decir, que mientras la niña estaba en el colegio, él trabajaba. Deja hecha la comida el día antes y cuando llegan, la calienta y comen. Por la tarde, hacen la tarea juntos. Ana es lista, pero se le dan mal las matemáticas (quizá lo sea precisamente por eso). Son muy felices. Esto fue así, al menos, hasta marzo de 2020. Alfonso y Ana viven pendientes del telediario: quieren saber si la menor de edad se incorporará al curso escolar en septiembre.

El progenitor es ingeniero y cuando tiene un hueco (últimamente, cada vez menos) baja al semisótano de su casa, donde trabaja en un proyecto privado y personal: una máquina del tiempo. Puede decirse que está prácticamente acabada. Ha realizado pruebas con ratones. Los caza en las calles de su ciudad, en la que su alcalde dice que no hay plagas. Confía en experimentar con humanos en 2021. Puede que obtenga la patente en 2022.

Ana observa con detenimiento a su padre, lo ve trabajar en su proyecto en esos pocos ratos libres y le ayuda en lo que puede. Un día va a cogerle el martillo olvidado en la cocina, otro le trae un zumo de melocotón y uva. Un día, quizá por no dársele especialmente bien las matemáticas, Ana se introduce en la máquina del tiempo para verla desde dentro. Ésta siente cerrarse la portezuela y se pone en funcionamiento. Alfonso nunca llegó a enterarse.

A su regreso a hoy, Ana le dijo a su padre que se negaba a ir al colegio. A pesar de los ruegos e imposiciones de aquél, no tuvo manera de convencerla, ni tan siquiera advirtiéndole de que su madre lo denunciaría a Servicios Sociales y le quitarían la custodia. Ana jamás le explicó a Alfonso el motivo de su renuencia absoluta a a ir al colegio. La razón es que había visto su propio futuro.

Una vez incorporada al centro escolar y empezadas ya las clases presenciales, no tardaría mucho en descubrirse a un compañero al que sus padres enviaron al colegio con unas décimas de fiebre. No tenían con quién dejarlo mientras trabajaban. La profesora se daría cuenta al cuarto día de clase, que es cuando llevaría su propio termómetro láser dado que el centro no le facilita ninguno. El niño, a casa y su cita para la PCR, cuatro días después. La clase entera es enviada a casa por la cuarentena, y también la profesora, totalmente frustrada porque la administración competente no le ha facilitado medios tecnológicos para dar sus clases telemáticamente, se ve encerrada en su hogar, viuda y sin descendencia.

La cuarentena de los niños provoca un efecto cascada. Esos veinte chiquillos se han relacionado con muchísima gente esos cuatro días: con sus padres, hermanos, abuelos, vecinos, compañeros del colegio, del club deportivo… No es posible saber aún si el primer niño está infectado, pero las cuarentenas se suceden vertiginosamente, con progresión geométrica. Pocos días después, el colegio cierra por falta de alumnado. Siete días después, Alfonso ingresa en la UCI con neumonía bilateral. Al octavo, muere.

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