Ayer pudo ser un gran día

Este viernes fue el gran día del calor corporativo y la comilona prenavideña

Mis hermanas y dos sobrinas me han invitado a una copa a mediodía. El centro de la ciudad, por lo general tan masificado por propios (gente de los barrios y de los pueblos) como por ajenos (turistas de toda laya), aún conserva lugares que, tras su desmontaje salvaje, ha experimentado una suerte de retorno a ciertos rasgos propios que fueron laminados o masacrados, sucesivamente, por el desarrollismo y, tras esos años de modernidad urbanística ciega y sin freno institucional, la entrega de todas nuestras vírgenes –o casi– al minotauro de oro falso del turismo, mutado en un monocultivo autodestructivo vendido como ancla económica: nunca, casi, hubo monocultivo seguro; ni ancla económica tan lejos de la tierra, esto, es, tan lejos de otorgar al “destino de éxito” verdadera firmeza, solidez, tranquilidad ni fidelidad. Pero este viernes a mediodía carece de la riada cervecera habitual de los residentes congregados en plazas, barras y aceras, y también de los forasteros en masa: de ambas cosas hay, pero poco. Aventuro una hipótesis, mejor dos, amontillado en mano. Primera, son días valle del turismo, previos al aluvión navideño que caerá sobre las ciudades la semana próxima, y ya hasta enero: el visitante es inminente, pero de momento calienta en casa; por dinero, por estar en el final de una plena semana laboral y por capacidad física de deambular. Segunda, los residentes, en buena medida, están en grandes mesas de restaurantes celebrando reuniones navideñas, que cada día discurren un periodo más largo antes y después de estas fiestas tan entrañables. Hoy es sólo 15 de diciembre; el año pasado unos conocidos de la universidad se dieron el festín pascual a finales de enero, por haber planificado tarde. Caminando hacia el despacho por no haber hecho la tarea antes –a esto se lo llama en demasía ahora “procrastinar”, creo que impropiamente–, confirmo esta segunda conjetura en busca de una explicación para que una plaza histórica, imposible cualquier viernes del año; éste, de lo más agradable.

Por turnos, en esos dos kilómetros y medio me encoge el invierno que ya asoma y que me asalta en las umbrías que proyectan los grandes edificios y las callejas, para de pronto reconfortarme el sol lejano previo al equinoccio, que será oficial dentro de siete días. Entre ese calorcito y ese frío que jalonan el paseo, confirmo sin gran rigor, pero con alta probabilidad, la segunda hipótesis: los lugareños están en buena parte de almuerzo navideño, no sólo el que paga la empresa o el que se apechuga a escote porque la empresa no patrocina fastos, sino también los de la peña, los de la hermandad, los del colegio de árbitros, los de delante, los de atrás, los de la ventana de la derecha y la izquierda. Es tras los ventanales donde se congrega el personal, de bote en bote. Hay gladiadores del alterne de temporada de fraternidad y peladilla cuyo presupuesto en comidas y cenas con fritos, chacinas y marisco al centro, una carne o un pescado, tinto y blanco y cerveza tibia a discreción, más un yintoni, asciende a un montante similar a la inversión en décimos de Navidad, que según las estadísticas arrojan un bonito total promedio de 70 euros por español, y téngase en cuenta que en esa cifra razonable se computan los 47 millones de compatriotas que todavía lo somos. Esto es: la media de gasto en un papel con cinco dígitos de la Lotería de Navidad de un adulto entre 35 y 65 –es una estimación meramente personal– es unos 200 euros. O sea, y ya puestos a extrapolar con menos rigor que cualquier barómetro electoral, nos embarcamos en al menos 4 reuniones de nuestros distintos conglomerados relacionales. Aparte, claro, de aquellos frentes familiares felizmente abiertos a ciertas alturas de la vida. Dicho lo cual, voy a merodear por algún sarao, petit comi.

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