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Enrique Bartolomé López-Somoza y su esposa Elisa López Quevedo, en la Feria de Ganado de 1956.

Enrique Bartolomé López-Somoza y su esposa Elisa López Quevedo, en la Feria de Ganado de 1956.

Hace hoy justamente veinticinco años que mi padre, Enrique Bartolomé López-Somoza, sin pedirnos permiso y de manera callada, sin hacer ruido -como fue su transcurrir por este mundo- nos abandonaba. Una cruel enfermedad se lo llevó por delante, mientras disfrutaba de su jubilación. La muerte es una dimensión de la vida. 

Murió en el Hospital Universitario de Puerto Real el 16 de marzo de 1998, a la hora que se ponía el sol por los esteros de San Fernando, en la habitación 323, junto a la ventana desde donde se divisaba, con claridad, la última hora del día. 

Ante este folio en blanco, permanezco días y días sin atreverme a escribir una palabra. El pudor, ese hermano menor de la prudencia, me atenaza. Expresar en pocos caracteres lo que siento aún -después de 25 años- la perdida de mi padre, es casi imposible. Más que nada inconcebible. 

Empero, aquí estoy ante mis pacientes lectores, recordando a mi padre con la única certeza de que cuando nuestros padres abandonan este mundo nos quedamos tiritando. Y permanecemos así, haga frío o calor. Siempre y por siempre. 

Mi padre me enseñó a soñar con los ojos abiertos. A querer a la naturaleza, a saborear las pequeñas cosas, a entender la historia desde su conocimiento, a darle importancia a las amistades, a tolerar, a respetar, a dar. 

Y es cuando me viene a la cabeza ese pensamiento que le rondaba a Goethe: “Lo que habéis heredado de vuestros padres, volverlo a ganar a pulso o no será vuestro”.  

La generosidad era sin duda una de razones para seguir viviendo. Cuando la enfermedad le atacó, y de qué manera, seguía siendo generoso. Aún recuerdo aquella tarde que lo llevé a Cádiz porque ya no podía con su cuerpo. A tres días de su fallecimiento, ese viernes tenía una cita con sus alumnos de la UNED en Cádiz y no les podía fallar. Como pudo, lo vi atravesar la Plaza de San Antonio. A la vuelta, esa media sonrisa que profesaba delataba que había cumplido con su deber. Y que era generoso. 

El día que se inauguraba la plaza que lleva su nombre, inserta en el conjunto urbano bodeguero de Campo de Guía, creyó vislumbrar: “Aunque peque de ilusionado, creo que mi vida no ha sido del todo inútil y que cuando llegue el día en que la postrera sombra cierre mis ojos, acaso pueda pensar -como mi poeta más admirado- que mis cenizas serán cenizas, más tendrán sentido”.  

Decía el filósofo que un padre no es el que da la vida, eso sería demasiado fácil, un padre es el que da amor. Pues eso. Gracias papá, por todo lo que nos diste y nos dejaste.  

 

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