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Distinción

Premio Andaluz del Flamenco | Manuela Carrasco, el magnetismo de la diosa del baile

La bailaora Manuela Carrasco.

La bailaora Manuela Carrasco. / Miguel Ángel González

Ocurrió hace apenas unos años, en San Fernando, en el Congreso Camarón. La mesa de vivencias era de por sí de tronío pero cuando Manuela Carrasco puso su divino pie en la estancia fue inevitable que las miradas se dirigieran a su presencia totalizadora, a su embrujo atávico. No bailó, no levantó un brazo sino para explicarse y contar y, aun así, cada movimiento de su silueta se encadenaba al otro en una coreografía tan bella como natural. Magnetismo, le llaman. Duende, arte, el aura que desprenden los referentes. Porque Manuela Carrasco, Premio Honorífico Andaluz del Flamenco, es una institución innegable del baile.

Del baile de las tripas, de la sangre, de las duquelas y los quereles, del que está escrito en el código genético de una etnia y que sólo unos pocos elegidos están llamados a descifrar. Manuela Carrasco (Sevilla, 1958) es, sin duda, uno de ellos. No en vano, como la coronaría el político y periodista gitano Juan de Dios Ramírez Heredia, es la diosa del flamenco.

Premio Nacional de Danza a la Interpretación en 2007, Medalla de Andalucía y Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes 2018, entre los muchísimos reconocimientos en cinco décadas de trayectoria, la sevillana sumará el próximo 24 de febrero la distinción otorgada por el Grupo Joly con la colaboración de Turismo Andaluz, empresa Pública para la Gestión del Turismo y del Deporte de Andalucía, adscrita a la Consejería de Turismo, Regeneración, Justicia y Administración Local de la Junta de Andalucía.

Porque el Premio Honorífico Andaluz del Flamenco, que busca reconocer “a un o una artista de talla universal cuya trayectoria no admita discusión porque esté avalada por el reconocimiento durante años del público y una obra que a lo largo del tiempo le haya convertido en un auténtico baluarte del flamenco”, se ajusta el talle de la Carrasco con la misma naturalidad que lo hace la bata de baile.

Y es que pronto empezaría la hija del bailaor José Carrasco El Sordo y de Cipriana Salazar Heredia, de la gente de Los Camborios, a dar sus primeros pasos en el mundo del baile de manera autodidacta, que se dice, cuando, sin embargo, no existe otra manera de aprendizaje si es que el baile se siente como el comer, como el hablar, como el respirar.

Bailó Manuela viendo a los suyos, soñando con Carmen Amaya, con Matilde Coral, con Farruco y El Negro. Bailó Manuela. ¡Y cómo bailó! Tanto que apenas con 10 años debutó en el tablao El Jaleo de Torremolinos, dirigido por Mariquilla; que a los 13 años ya se recorría toda Europa con la compañía del bailaor Curro Vélez y que posterioremente paseaba su majestad por las tablas de Los Gallos, en Sevilla, y Los Canasteros, el tablao de Manolo Caracol en Madrid, siendo primera figura.

Entonces, y ahora, Manuela Carrasco baila con el cuerpo y con su rostro; con la fiereza de su mirada, el fuego de sus manos y la agilidad de sus pies. Su baile tiene color, color moreno, y todos los matices que caben en una vida que es la melodía de la canción de un tiempo. Porque dicen que Manuela baila como se bailaba antes, como ya no se ve. Sí, y no. Manuela baila como se debe bailar antes, ahora y siempre, con técnica, con alma y con personalidad; con latido y sin artificios. Que los fuegos artificiales sólo están en el brillo de unos ojos entregados a su público.

Dicen también que Manuela Carrasco es la actual guardiana de la pureza del flamenco, si es que acaso alguien sabe qué es la pureza de un arte mestizo desde sus insondables comienzos. Debates ortodoxia/heterodoxia aparte, Manuela Carrasco es guardiana, santo y seña y oráculo flamenco. Es diosa. Y si es por soleá, es templo y religión.

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