Con la venia
Fernando Santiago
Zambombá
Cuántas novelas se esconden en las páginas digitales de la Wikipedia. Ahí tenemos, por ejemplo, el caso del papa Benedicto IX, considerado uno de los papas más inmorales de la Historia. Me he acordado de él en estos tiempos de incontestable decencia, cuando todos sabemos que vivimos en una sociedad regida por las más altas normas de la moralidad pública y privada. En cambio, qué miserable fue la vida de este tal Benedicto IX. Nuestro papa, que se llamaba Teofilacto, consiguió el papado gracias a que su padre, a la sazón conde de Túsculo, sobornó a la Curia romana para conseguir el puesto para su hijo. Todo esto ocurrió en el lejano siglo XI, hace por tanto mil años, así que debemos suponer que esta clase de fechorías son impensables en nuestra época, más aún cuando nuestros líderes terrenales proclaman continuamente su indestructible compromiso con la verdad y la honestidad. Una vez papa, Benedicto IX vendió su cargo por 1.500 libras de oro y luego lo recuperó por medio de un ataque militar a la ciudad de Roma. Está visto que nuestro hombre no se paraba en barras (usaremos una expresión tan anticuada como sus felonías).
El caso es que leer esta historia nos llena de asombro: al fin y al cabo, nosotros no estamos acostumbrados a esta clase de infamias. ¿Quién podría pensar en un alto cargo del Gobierno que practicara esta asombrosa venalidad con su esposa o su hermano, por ejemplo? ¿O quién podría creer que existen países actuales donde casi todos los cargos importantes del Estado se entregan a amigos y familiares con cargo a la Hacienda Pública, que todo lo resiste gracias al desinteresado esfuerzo del pobre contribuyente? Sí, amigos, qué lejanos y qué incomprensibles nos resultan los tiempos del venal Benedicto IX.
De todos modos, esta historia nos reserva una última carambola. Al final de su vida, nuestro buen Teofilacto se hizo monje y se retiró a un monasterio, y allá murió, en olor de ¿santidad? ¿O tal vez venalidad? No lo sabemos. En todo caso, lo que nos enseña esta historia es que siempre podemos aspirar a alguna clase de redención, incluso después de una vida dedicada a la inmoralidad más despreciable. Y hasta el más venal de los líderes –celestiales o terrenales– puede acabar sus días acogido a las benévolas sombras de un monasterio. No todo está perdido, amigos. Aún nos queda esa trémula esperanza.
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