Al curricán

José M. / serrano / cueto

El reloj sin tiempo

LOS gaditanos más añejos, incluso aquellos que andan por mi edad, recordarán el reloj de flores que se encontraba al lado de la diputación. Durante su existencia fue uno de los símbolos de nuestra ciudad, replicándose en tarjetas postales y fotografías anónimas, pero fue abandonado, se le pararon las manecillas y su tiempo se extinguió hasta el último segundo. Se da la circunstancia de que su decadencia estuvo acompañada del ocaso de otros emblemas gaditanos, como el balneario de la Palma, que a punto estuvo como él de desaparecer, muestrario ruinoso de una época no demasiado gloriosa para Cádiz. Un reloj de flores de mayor tamaño es símbolo inequívoco de Ginebra y de un país de gran tradición relojera, imagen turística que las autoridades suizas se encargan de cuidar y proteger. Al menos en su fachada, hoy Cádiz ya no es el desastre que fue, aunque se intenten denigrar con proyectos absurdos rincones tan esenciales y personales como la genuina playa de la Caleta. Nuestro reloj, sin embargo, ya no existe, pero al contemplarlo en las viejas postales, cuando todavía era un estallido de color, no es que se sienta la nostalgia del tiempo que se nos fue, sino el sufrimiento del que se nos está yendo y aún peor del que nos están arrebatando. Porque si el tiempo se detiene hoy de forma casi trágica para una parte de la población que no sabe qué hacer con su presente, el futuro está condenado a no existir siquiera. No parece haber en Cádiz, ni en España, relojeros diestros que sepan o deseen poner en marcha de nuevo el reloj, sin adornos, está bien, pero con un constante tic-tac. Al contrario, quienes manejan nuestro tiempo tienden a retrasarlo, a echar marcha atrás las horas, obligándonos a quedar colgados de las agujas emulando a Harold Lloyd en El hombre mosca, como piezas del engranaje de un progreso destartalado (y favoritista). Quizás sea hora de que nosotros mismos demos cuerda al reloj y de que no permitamos que nadie nos diga cómo tenemos que emplear nuestro tiempo, no ocurra que nos veamos como los autómatas del Zytglogge de Berna, girando eternamente a un compás prediseñado. ¿O es que ya estamos así?

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