Como si fuera tu médico de cabecera, ése que un buen día te suelta, desde el cariño, que vayas pensando en dejar de fumar, el ministro Illa (Salvador, para los más allegados) nos ha invitado a quedarnos en casa estas navidades. Como si nos sobrara la educación y corrieran por nuestras venas la disciplina y el espíritu colectivo, el Gobierno ha dejado el devenir de la pandemia a merced de nuestra voluntad. A Illa no le gusta dar órdenes, ni recordarnos nuestras obligaciones. A lo sumo, se limita a decirnos: sed buenos, como quien le repite a su hijo que haga la cama, incluso después de cumplidos los 18 años. Y de esta suerte, las comunidades han pactado con el ministro una única instrucción para las comidas más señaladas de Navidad: ampliar a un máximo de diez personas las reuniones. Hasta aquí todas los directrices, porque el resto de medidas se reducen, en la práctica, a la gracia de cada cual, empezando por lo que consideremos por allegado. El Gobierno ya huyó de su responsabilidad en la primera ola de la pandemia y se limitó a repartir consejos entre las comunidades, antes que a indicarles instrucciones precisas, para no complicarse la vida. Ahora escurre el bulto con más razón, ya que Moncloa apuesta por la cogobernanza, dejando en manos de las autonomías, directamente, las decisiones importantes.

El ministro Illa, de acuerdo con las consejerías de Salud, nos recomienda que realicemos las compras navideñas con antelación; que hablemos bajito y no cantemos villancicos; que comamos al aire libre o en espacios bien ventilados; que no nos quitemos las mascarillas ni para comer; que evitemos los desplazamientos; que no superemos más de dos núcleos familiares juntos... Sólo le falta recordarnos la rebequita al salir de casa. Su discurso está plagado de tantos consejos, que más que un ministro, parece nuestra abuela. ¿Recuerdan aquella madre que decía cuando se enfadaba: mejor que llores tú hoy a que lo haga yo el día de mañana? Pues Illa es de los que se pasaría el día llorando.

El aparente buen rollo del Gobierno tal vez podrían funcionar en los países nórdicos, pero la experiencia ha demostrado que en el Sur necesitamos las cosas claras. Somos el pueblo más hospitalario y creativo, la nación con más artistas por metro cuadrado y un país capaz de ensanchar las libertades del hombre con leyes universales. Nuestra capacidad para imaginar e inventar no admite parangón. Pero tenemos limitaciones, y una de ellas es que sólo obedecemos a la fuerza, cuando no nos queda otra. Los buenos propósitos los vamos dejando todos los años para el próximo día 1 de enero. Por tanto, no conviene relajarnos. Muchos ciudadanos agradeceríamos, y más tratándose de un país como el nuestro, instrucciones precisas para frenar de una vez por todas la pandemia. Menos recomendaciones y más órdenes que nos obliguen a ser cautelosos con el virus.

Todavía no hemos logrado doblegar la curva de la segunda ola, cuando la amenaza de la tercera es más que una realidad. Ni siquiera ha entrado el frío por derecho, lo que guarda relación directa con la menor incidencia de la gripe y de los catarros tan comunes por estas fechas. Y si no gastamos cuidado, si nuestros gobernantes abren la mano en exceso, ya nos conocemos: en las fiestas navideñas echaremos por tierra todo lo ganado hasta ahora. El ministro pide modificar ciertas costumbres sin que perdamos el alma y el espíritu de estas fiestas, una cosa y la contraria. Muchas buenas intenciones con las que este virus ya se frota las manos, pensando en la nueva ola de contagios. Veremos.

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