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Una lección

Las exigencias del prójimo hay que agradecerlas mucho y, si son ajenas y altas, ignorarlas por superación

Me encontré en la estación de Atocha a un joven antiguo alumno de mi instituto. Más bien, me encontró él a mí, porque jamás habría reconocido en ese muchacho musculado y sonriente a aquel adolescente flacucho y más serio. Da muchísima alegría cuando los ex alumnos nos saludan y guardan buenos recuerdos –vertiginosamente precisos– de su paso por las aulas.

En realidad, no había sido alumno mío, sino que sus años de bachillerato coincidieron con mis años de jefe de estudios, y eso nos hizo tener algún trato una vez que tuvo un desliz de comportamiento. Yo lo había olvidado. Él no. Y me estaba muy agradecido porque le consolé del disgusto en vez de reñirle por su parte de conducta, como se espera de un jefe de estudios come il faut. No fui un jefe de estudios come il faut, así que, sin recordarla, me reconocí rápidamente en la anécdota.

Lo más emocionante, sin embargo, fue otra cosa que me contó. Ahora está haciendo el doctorado e imparte algunas clases en la universidad. La razón última de su doctorado es que la profesora de Químicas, de la que guarda un recuerdo inmejorable, no era muy entusiasta de que un chico tan serio como él, con tan buenas notas y tan trabajador, estudiase Ciencias del Deporte, como él soñaba. Le parecía un desperdicio de energía. Quería que hiciese, no sé, Químicas. El alumno entonces le preguntó cuál era el máximo nivel académico que se podía alcanzar. La profesora dijo que doctor. Y él se juramentó para, tras estudiar sus Ciencias del Deporte, hacer el doctorado.

Me quité el sombrero que no llevaba. Primero, porque estuvo muy bien que la profesora de Químicas fuese exigente y hasta áspera. Le hizo mucho bien al chico. No todo van a ser mis paños calientes: hay que apretar los puños también. En lo que hizo la profesora –poner metas altas y tratar de llevarse el ascua de una vocación a su sardina– hay mucho de cariño. Que ante los talentos de nuestros alumnos les alentemos es tan normal como que no veamos nada mejor que nuestra propia asignatura.

Lo mejor, con todo, fue la respuesta del muchacho, sostenida en el tiempo. No renunciar ni a su vocación ni a la excelencia que le proponían. Valorar las exigencias en su raíz de ternura, sin dejar que te apabullen o desvíen de tu destino y, sobre todo, superarlas después con una sonrisa, un recuerdo agradecido y un ponerse manos a la obra. El dibujo de la trayectoria es precioso. Para tomar apuntes, vaya.

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