Confabulario
Manuel Gregorio González
Retrocediendo
¡Oh, Fabio!
Los músicos sinfónicos (aunque cada vez menos) y los militares son de los pocos gremios que quedan que saben guardar la etiqueta. Es decir, que son conscientes de que la vestimenta debe cambiar según la hora y la ocasión. Por ejemplo, un miembro de la Wiener Symphoniker conoce perfectamente que para un cocierto de día uno se viste de chaqué –como un procurador del Régimen o un novio andaluz– mientras que por la noche la gala civil es el frac. Desde luego, comprende que nunca debe vestirse completamente de negro, como si fuese un cura, un contable neoliberal, un gafapasta o un líder del procés. Y todo esto lo escribe un espadachín de la pluma al que le cuesta abandonar su desaliño indumentario.
En general, el mundo de la música clásica sigue guardando cierto gusto por las formas. Lo vemos claramente cuando escuchamos Radio Clásica, uno de los pocos bosques que quedan para encontrar un poco de paz en estos tiempos de ruido generalizado. Pongamos por ejemplo uno de sus programas más populares: Música a la carta. Heredero del espíritu del legendario Clásicos populares que dirigía Fernando Argenta, el formato de este espacio es muy antiguo: alguien llama o escribe para solicitar una pieza musical y dedicársela a algún familiar o amigo. A continuación, la presentadora, Amaya Prieto, con su voz de campanillas, hace un breve comentario y suena la música, normalmente una pieza clásica (Mozart, Falla, Verdi, Purcell...), pero también grandes de la música popular: John Coltrane, Duke Ellington o Quintero, León y Quiroga. Es decir, una fórmula muy previsible, como lo son los sonetos o la perspectiva caballera. ¿Cuál es su gracia más allá del contenido? La del tono, la de la profunda educación y respeto que impregna todas las intervenciones. En unos tiempos donde lo pijo y chic es lo informal, en Música a la carta todo está impregnado de una educación deliciosamente anticuada y mesocrática, como forjada a la media luz de un conservatorio de provincias. Es un placer escuchar las peticiones de los oyentes, siempre construidas con atención a las buenas maneras, como si las hubiese escrito un personaje de Azorín, alguien que acaba de dejar el canotier en el perchero del café que no teme a las fórmulas de amabilidad protocolaria o al uso de palabras como señorita. Música a la carta representa una España que aún existe y que deberíamos cuidar con mimo, tanto al menos como al Lince o la lingua leonesa.
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