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La emboscadura

La alta nobleza de la idea parece incompatible con muchos de los cerriles abogados del disenso

En varios lugares tenemos leído que la etimología de los términos buscar y búsqueda podría estar relacionada con bosque, palabra tardía que en español se impuso a foresta o floresta, a través de un verbo de origen germánico que habría llegado a la península por medio de los francos y tendría originalmente el significado específico de ir al bosque a por leña. Aunque no muy ortodoxa y en última instancia indemostrable, la conjetura tiene la virtud de asociar ese espacio primordial, sagrado para las culturas antiguas, con la idea de exploración en un sentido amplio, asimilable también a las indagaciones que se refieren al espíritu. Lo recordábamos a propósito de uno de los libros en los que Ernst Jünger reunió sus “consideraciones acerca de nuestro tiempo”, La emboscadura, un ensayo denso y extraordinariamente lúcido, como todos los suyos, que es indisociable del momento y el contexto en el que fue publicado –poco después del final de la Segunda Guerra Mundial, 1951, en un país devastado y dividido– pero mantiene su vigencia a la hora de interpretar el ayer y asimismo el mañana. Para el pensador alemán, el bosque, definido como el “ser sobretemporal” en una época marcada por el nihilismo, es el espacio de la libertad donde el individuo se hace soberano, autosuficiente, capaz de oponer una especie de resistencia pasiva, sobre todo intelectual, a los requerimientos de la corriente dominante, negándose a dejarse arrastrar por su flujo. Irse al bosque, como explica él mismo, era la opción de los antiguos islandeses cuando habían sido proscritos y resolvían vivir al margen de la comunidad, sostenidos por sus solas fuerzas, pero Jünger no habla de apartarse físicamente a un lugar aislado, sino de una íntima rebeldía que sin condescender a mostrarse resulta del triunfo sobre el miedo en el fuero interno, fruto de la conciencia que vence a la sumisión ante “un solo y único poder”. En tanto que “conducta libre en la catástrofe”, la emboscadura va más allá de lo político y reacciona en particular –desde entonces no ha hecho más que reforzarse– contra el dominio omnímodo de la técnica. Volcadas en su característico estilo oracular, claro y a la vez oscuro, las reflexiones de Jünger son siempre estimulantes y en algunos casos visionarias, pero hay algo que desagrada en su continua apelación a una minoría de escogidos. Es fácil y halagador, para sus admiradores, sentirse reflejados en su desdén aristocratizante hacia las multitudes, que de algún modo los asimila a una de las inteligencias más poderosas del siglo, pero lo cierto es que esa alta nobleza de la idea parece incompatible con muchos de los cerriles abogados del disenso.

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